viernes, 14 de septiembre de 2012

THE DEEP BLUE SEA Terence Davis (2011)





Hester (Rachel Weisz) cierra las ventanas de su cuarto y prepara minuciosamente su ritual de suicidio tras escribir una carta a su amante Freddie (Tom Hiddleston) creyéndose abandonada. Hester ama con todas sus fuerzas a Freddie por el que ha dejado atrás su acomodada vida y a su marido, un reputado juez, aburrido y convencional, para fugarse y vivir su amor en un pequeño cuartucho alquilado. Estamos en la Inglaterra de la postguerra y que una mujer deje a su marido y su aburguesada vida por un pilotucho egocéntrico e inmaduro no era para nada convencional. Como tampoco lo es Terence Davis y su cine. Davis es uno de los cineastas británicos más inconformistas, pero también más “clásicos” del panorama actual, con pocos pero escogidos títulos en su filmografía que gozan de un denominador común: todos sus filmes parecen bañados por un halo melancólico, por una pátina de tiempo y memoria.



 The Deep Blue Sea, basado en la obra teatral de Terence Rattigan y con un precedente cinematográfico con Vivien Leight bastante alejado del actual, no es un melodrama al uso. El melodrama de Davis se diluye en sus formas, pero su geografía nos recuerda irrevocablemente a grandes filmes como Breve Encuentro de David Lean. Y bien sabe Terence Davis, que una de las piezas claves del melodrama es hacer participar al espectador de los deseos desatados y dramáticos de una verdadera heroína, y es en Rachel Weisz, esa mujer de belleza y formas clásicas, donde encontramos a nuestra “drama queen”. Rachel es la adúltera Hester, una moderna Emma Bovary que se tira la manta a la cabeza y abandona todo por un amour fou, por la belleza y la pasión del nuevo y joven amor, un amor forjado entre el humo y los vapores del pub inglés, entre las canciones cantadas a coro, las húmedas callejuelas de Londres y su espesa niebla. Un amor bohemio, de alcoba y arrebato. Rachel es una persona que ama demasiado, se verá castigada y desplazada por ello, sin rumbo y en el lodo; vamos “between the devil and the deep blue sea”. 

La narración no lineal sigue los recovecos de la memoria, los recuerdos de su vida pasada, y el anhelo de lo que su amor pudo haber sido y no fue. Terence maneja con maestría la cámara, muchas veces estática, utilizando planos/contraplanos hieráticos como cuando se encuentra con su marido o enmarcando a los amantes en sombríos pubs de papel pintado. Estática incluso en la persecución de Hester en el metro y cómo la cámara, en su silencio, capta la angustia, la vulnerabilidad y el desamor en los ojos de Rachel Weisz. Otras veces el lenguaje es el movimiento de la cámara, como ésta recorre la fachada hasta la ventana y se pasea parsimoniosamente por el ritual suicida de Hester, como ese travelling lateral en el metro de Aldwych, o ese movimiento vaporoso y circular sobre los amantes desnudos en la cama. Y la música, no hay melodrama sin un buen musicón, un Concierto para violín de Samuel Barber, por ejemplo, encumbrando las escenas y dotando los silencios de Hester de un fluido diálogo interior.



Gran parte de la narración, como decíamos, se sitúa en interiores tanto físicos como espirituales. Es el interior de Hester, sus pensamientos y sus recuerdos, lo que vemos. Los pubs ingleses, con sus sucias moquetas y sus mohosas paredes, dan el contrapunto, junto con las canciones populares, a ese mundo interior de nuestra heroína. Es lo común lo que en cierta manera aúna a una ciudad, un país, que todavía arrastra los traumas de la guerra, una ciudad en ruinas, oscura y triste, que encuentra consuelo en las canciones populares cantadas a coro, como la maravillosa escena del metro y “Molly Malone”.  Hester, ajena, no comulga del todo con esta coralidad, imbuida como está en su propio torbellino de pasiones. De hecho, ella, como abanderada de la pasión y el amour fou (que tanto critica su flemática suegra) y su abrigo rojo destacan por sobre la paleta de colores apagada y sobria que tiene el filme.  Aunque Davis, sabio hombrecillo, parece hacer una radiografía de los diferentes tipos de amor: el pasional de Hester y Freddie, con sus dosis de histerismo y humillación, el del Sr. Collier (Simon Russell Beale) hacia su adúltera mujer, dañado pero incondicional, casi devoto, y el más emotivo y real, el de la casera y su enfermo esposo al que debe limpiarle el culo cada día. Eso es amor. 



The Deep Blue Sea se cierra en círculo, con un juego de ventanas que se abren y se cierran, primero para dar paso a la muerte, cerrarlas por un amor enfermo y moribundo. Y se abren al final para dar paso a la claridad del día, al nuevo amor, a la nueva ciudad y el nuevo espíritu que deberá renacer de las ruinas carbonizadas de un amor abrasador. 


También se puede leer este artículo en Fantastic Plastic Mag.

martes, 4 de septiembre de 2012

L'APOLLONIDE Bertrand Bonello (2011)


  


Walter Benjamín, habló en numerosos textos sobre la prostitución en las calles de París a principios de siglo, como producto y espejo de un incipiente capitalismo. La prostitución salió a las calles, cerrando burdeles y trayendo consigo el binomio inseparable de mujer/muerte con la sífilis y un sinfín de enfermedades venéreas. Las putas, en los pasajes cubiertos de París, se refugiaban de la lluvia pero también se confundían con otros productos que se mostraban en los escaparates. La prostitución se convirtió entonces en mercancía y en consumo de masas: el triunfo absoluto del capitalismo

L’Apollonide, de Bertrand Bonello, es el retrato de una maison close viviendo los días previos a su extinción. Un burdel de ambiente opresivo y claustrofóbico, cerrado a cal y canto, sin luz natural, forrado de abigarrado terciopelo y papel pintado. El filme, de carácter sinestésico, hace que percibamos el aire cargado de opiáceos, respiramos desde la sala de cine el aroma dulzón y espeso de perfume y sexo, oímos el frufrú del tatefán y el roce del corsé en la piel. En medio de esta atmósfera, como un bouquet de flores de plástico, aparecen ellas, un solo ente pero claramente diferenciadas entre sí. Bonello crea una composición caleidoscópica más que coral. Vemos fragmentos de ellas, donde cada retazo de vida nos transporta de chica en chica: de la joven de aspecto renoiresco a la italiana canalla, la carnal inaccesible o la mujer mutilada. Composición fragmentada también en su concepción temporal, escrita mediante saltos y flashbacks, como una ensoñación, como un juego de la memoria. De hecho, el tiempo juega también una parte importante en la concepción global del relato, ya que L’Apollonide puede considerarse una película actual, pero contextualizada en otro espacio temporal, un siglo atrás. Los vestidos, el local, los peinados, la vida cotidiana nos recuerdan que estamos en otra época, pero dista mucho de ser un film de “época” porque nos habla desde y para el presente. Quizás por ello no nos extrañe la utilización de música anacrónica, como la de Lee Moses o The Moody Blues con su “Nights of White Satin” para la escena más emotiva y dulce del film, así como su juego entre lo diegético y lo extradiegético.






La cámara, incómoda a la hora hacer travellings en espacios tan reducidos, prefiere los zooms, a lo Visconti, a hurtadillas por los pasillos, aproximándose a sus rostros, vivo retrato del ennuiEllas son las auténticas joyas que resaltan en la apagada paleta de granates y verdes absenta. De hecho la luz parece proceder de ellas mismas, la última prueba de vida en un mundo prácticamente muerto. Como uno de los clientes masculinos atina a decir : “Yo soy lo único vivo aquí”. Él, en representación de esa clientela masculina que pertenecía a una incipiente clase alta-media, enriquecidos gracias a los negocios y el comercio, serán, efectivamente, los que marcarán el espíritu del tiempo. Ellos dictan el son al que deben bailar las mujeres: las disfrazan de muñecas autómatas en un cliché muy hoffmaniano, de exóticas geishas, las bañan en champagne y las mutilan a su antojo. Poco a cambiado desde entonces, solo nos basta en abrir una de esas revistas “para mujeres”. Algunas, aún con esperanza de ser rescatadas por alguno de sus clientes habituales, en una suerte de “síndrome de Estocolmo”, verán frustrados sus sueños, ya que, recordemos, ellas son mera mercancía intercambiable. Y es que para alguna de las putas la enfermedad o la muerte “sería unas vacaciones”. 


  



















La mujer y la muerte, la mujer y la enfermedad que se expande, una sombra mortal que se desliza sigilosa como esa pantera que comparte el espacio con ellas. La plaga de la sífilis que asoló media Europa y reforzó para siempre el miedo a la mujer, el miedo al coño, se ve reflejada en la carnalidad de esas mujeres y en su desidia. La nueva carne, en una especie de cita cronenbergiana, se palpa en el rostro abierto de la Judía y en el magnifico sueño que parece sacado de una de las maquinaciones de Maldoror. Su sonrisa falsa, violentada y sus ojos llorando esperma es una de las imágenes más potentes y poéticas de todo el film.


 


El único momento del film en el que nos damos un respiro, como una especie de bocanada de aire fresco que tomamos antes de volver a sumergirnos en la atmósfera lisérgica de la casa, es durante la excursión al campo, donde la desnudez de las chicas ya no es sexual, no hay adornos ni disfraces. Incluso hay momentos para la improvisación, como el diálogo entre Clothilde y su tatuaje en la entre pierna. 


Luego volvemos y tenemos la sensación, como al comienzo del film, de que nos encontramos ante un tableaux vivant, o ante una representación teatral: las prostitutas son las actrices, las vemos interactuar en el camerino, como si de un backstage se tratara. Se disfrazan, se maquillan, salen a escena bajo las directrices de la madame, y representan una vida que no viven, pero que iluminan ya que como dice la joven sifilítica “si no ardemos, ¿quién iluminara esta oscuridad?. 



L’Apollonide termina con una coda en video que no hace más que bordar el discurso global del film. La Clothilde decimonónica podría ser perfectamente una Clothilde de extrarradio contemporánea, que jamás podrá pagar sus deudas. Nos dormimos en el S. XIX para despertarnos en el XXI. Bonello nos expulsa de la casa, cerrada para siempre, y nos sentimos aturdidos y desprotegidos en medio de la banlieue. Aquello que nos causaba claustrofobia y sofoco también nos amparaba, nos sentíamos protegidos entre los muros de terciopelo, bajo la luz y la música de la casa de tolerancia. Musik bitte.

miércoles, 8 de agosto de 2012

PROMETHEUS Ridley Scott (2012)



El verano es siempre momento de blockbusters, pero éste parece especialmente hecho para los blockbusters  así llamados “de autor”. Un consagrado Nolan y su Caballero Oscuro, el novato Webb y su personal Spiderman teenager y finalmente un veterano Ridley Scott  con la precuela de la franquicia que empezó hace 30 años con Alien.

 A Prometheus le antecedió una batería de productos promocionales y de marketing que nos mantuvo a todos en vilo, elevando las expectativas al máximo. El nombre de Scott retomando el título que fue un hito del cine de terror espacial era el principal reclamo. Más tarde vino un reparto de autentico lujo y un guionista, Damon Lindelof, cuya fama tras Lost le precedía.

Pero la traca que nos prometieron parecen ser un par de bengalas chuchurrías. Nada que reprochar a la elegantísima puesta en escena, con guiños kubriquianos. Una producción perfecta pero que no obstante dista de aquella sublime atmosfera, opresiva y claustrofóbica de la primera Alien. Y sí, aquí el error es mío, porque en este caso se debería abordar esta crítica con la mirada más puesta en el presente, ya que, después de 30 años, entiendo que Scott ha querido aproximarse a la génesis del xenomorfo desde una perspectiva totalmente renovada.



Pero, dejando a parte las destacables peculiaridades técnicas, aquí lo que hace aguas es el guión, rubricado junto con Jon Spaihts, por Damon Lindedof, uno de los guionistas más sobrevalorados de Hollywood.  Acostumbrados como estábamos a que en Lost nos diese gato por libre, en Prometheus más que en trucos de chistera, Lindelof cae en la incoherencia y en el “pincismo”, vamos, que está todo cogido por pinzas. Pinzas como las que sujeta la trama inicial en la que una importante corporación, Weyland, decide sufragar los multimillonarios gastos de una exploración espacial para seguir las teorías, no contrastadas, de un par de científicos que tras una serie de hallazgos en diferentes piezas de civilizaciones antiguas, deciden creer que los humanos hemos sido creados por unos seres superiores, llamados Ingenieros. Tomando estos hallazgos como una invitación,  emprenden su camino junto a un grupo de expertos de diferentes ámbitos hacia el planeta LV-223, donde hipotéticamente proviene la raza de los Ingenieros. La nave Prometheus es capitaneada por Janek (Idris Elba), pero realmente los pantalones los lleva una aséptica  y supérflua Meredith Vickers (Charlize Theron) y un androide, David (Michael Fassbender), de dicción y modales exquisitos que cuidará la nave durante los dos años de viaje crionizado de sus compañeros, como si de un Hal 9000 de carne y hueso se tratara. Aquí también, los intereses de la corporación están por encima de los individuales. Los científicos, como en otras ocasiones, no son más que instrumentos que no saben de la misa la mitad, pero en este caso, más pinzas, ¿cuáles son las razones?, ¿la obsesión de un anciano por conocer el sentido de la vida?, ¿llevar, como un nuevo prometeo, la tecnología extraterrestre para el bien de la humanidad? ¿y ya?. Hombre, no es moco de pavo, pero…¿ningún interés comercial o bélico?, ¿Are you sure?.


Por lo demás, como ya sabemos las cosas se empiezan a complicar en el planeta y empieza el desmadre y la cosa se anima con un par de escenas gore. Huevos con sustancias que provocan graves desórdenes, llegando a revivir a los muertos (¿estamos hablando de zombies?), reptiles extraterrestres penetrando en la carne humana, embarazos alienígenas no deseados que provocaran la cesárea más brutal de la historia del cine, con una impagable Noomi Rapace que, a pesar de los puntos de sutura, dará lo mejor de sí, tanto como personaje como actriz y melodrama, mucho melodrama.

Pero si hay algo que realmente decepciona  es la construcción de los personajes, de todos; no están definidos, sus reacciones parecen injustificadas y muchas veces carentes de sentido. Charlize Theron no aporta nada con su excesiva frialdad y falsa malevolencia. Sigo sin entender la necesidad de disfrazar a Guy Pearce de viejo, a no ser que sea para justificar uno de los virales promocionales, así como tampoco entiendo la alegría con la que se enfrentan al final de su vida algunos personajes (“Vamos a morir. ¡Sin manos!. WTF!). Y sobre todo, super pinzas, no entiendo la necesidad de algunos personajes que solo subrayan la incoherencia y el enrevesamiento de un guión que pierde aceite por todos los lados, dícese del geólogo super-bueno-en-lo-suyo pero punky al que, tras un ataque de pánico, se pierde, (¡se pierde un geólogo!), o el botánico miedica que trata de acariciar una serpiente alienígena como un gatete, y que tras ser penetrado oralmente por ella, no volvemos a saber nada más, ni de él, ni del reptil, ni si sale el alien, o deja de salir.


 No obstante, Michael Fassbender en el papel de ambiguo androide fan de Lawrence de Arabia tiene la capacidad de hacernos reír con sus excelentes modales y de ponernos muy nerviosos con su carencia de humanidad que paradójicamente le hace extremadamente humano. No es baladí, que su personaje a seguir sea un excéntrico manipulador atrapado entre dos culturas como Lawrence. David, como los gallegos, nunca sabes si va o vuelve, y será el único que rectificará los pasos en pro del bien común.
Así que, Ridley, de verdad, con lo que tú eras, ¿en qué estabas pensando cuando te pasaron el guión? Y sobre todo, ¿no te fijaste en lo mucho que se parecía Logan Marshall-Green a Tom Hardy?. Eso sí, la Fox ya busca guionista para la segunda parte…

THE AMAZING SPIDERMAN Marc Webb (2012)




Desde que vi las primeras imágenes y teasers que aparecieron de The Amazing Spiderman no me entusiasmé demasiado por este reboot del super héroe  trepamuros, debido en primer lugar a la proximidad de la primera versión cinematográfica llevada a la pantalla magistralmente (aunque al principio hubieron sus dudas) por el maestro Sam Raimi. En segundo lugar, porque las imágenes en cuenta gotas que nos suministraban desde el departamento de marketing que mostraban a Andrew “cara somnolienta” Garfield  me desanimaban. Parecía que más que lucir las mallas de un superhéroe llevara su pijamita de Spiderman listo para ir a la cama.

Marc Webb
, consciente de que apenas hace 10 años de la primera película de Raimi, se aleja del Peter Parker nerd encarnado por Tobey Maguire y lo sitúa en el instituto, donde Peter es un loser introspectivo con skater. Además, hace una inclusión que antes no se había tenido en cuenta y que puede tener su jugo para futuras secuelas: la historia de los padres de spidey. The Amazing Spiderman empieza de hecho poniendo sobre la mesa la relación de sus padres con su próxima pero fortuita conversión en hombre araña, debido a las investigaciones que llevaron durante toda su vida entorno a la hibridación de especies.


El Amazing Spiderman de Webb oscila entre diversos géneros : ciencia ficción, aventuras, terror y comedia romántica. De hecho destacaría este último género, que es lo que la diferencia en mayor medida de sus antecesoras, quizás por el background de Webb cuyo primer film , 500 días juntos se convirtió en el hito Indie romántico de la temporada. Las escenas íntimas que protagonizan Garfield y Stone son frescas y naturales. No obstante uno tiene que hacer un ejercicio profundo de suspensión de la credibilidad para tragarse que Emma Stone (Gwen Stacy) tiene 17 años, y que además de sacar notables en el insti  creernos que en sus ratos libres se dedica a preparar antídotos anti-reptilianos en una de las corporaciones científicas más importantes de NY. Y hablando de credibilidad, sorprende las veces en la que este Spiderman revela su identidad secreta, saltando así por los aires la dualidad esquizofrénica de todo superhéroe: el chico normal de día y vengador enmascarado de noche. Peter le dice sin más a su novia Gwen que es el colgado en mallas que pulula por los rascacielos sin escapársele a ésta ni un suspiro. Lo mismo con su padre.  No duda en ponerse a luchar en medio de su instituto o de quitarse la máscara para insuflar valor al pobre crío atrapado en el coche a punto de caer en el vacío. En parte pone en relevancia que es solo un tío normal con máscara, que todos pueden ser héroes (como los obreros, los policías o el propio niño) pero por otro lado, es un pilar fundamental de todo superhéroe debatirse y a veces atormentarse por mantener esa doble personalidad, que en el fondo no es más que la búsqueda de uno mismo. Y en este caso, esta búsqueda, esos cambios tanto físicos como espirituales son obvios cuando hablamos de un adolescente que busca su lugar en el mundo con el mantra interno del “quien soy”.



La némesis de Spiderman, en esta ocasión es un “mad doctor”, el Dr. Curt Connors, encarnado por Rhys Ifans que se convierte en  lagarto gigante con malas pulgas En general un malo sin mucha sustancia, anodino y fácil de matar, más interesante por su relación con los padres de Peter que como malo en sí.

Martin Sheen, haciendo de mítico Uncle Ben, lanza sus peroratas morales al desorientado Peter, omitiendo la sentencia mágica de las pelis de Raimi y protagonizando una triste (como siempre) pero artificiosa muerte que llevará a Peter a convertirse en Spidey.
En general, The Amazing Spiderman está falta de una atmósfera definida y concreta y en parte la música de James Horner no ayuda. Le falta intensidad y hay momentos tan didascálicos (sonido de una arpa cuando se besan en la azotea) que da risa. Cierto es que  Webb aporta mayor realismo a la franquicia: Spiderman sufre y se magulla, hay  sangre y lágrimas . La película está carente de ese tono plástico e irónico de las anteriores y los actores son los principales responsables de esto, para bien. Me sorprendió Andrew Garfield, en el que tan poco confié en un principio, dotando al personaje  y a su relación con Gwen de verísmo teen y frescura.  Aún así nos falta perspectiva para poder comparar con fundamento la saga Raiminiana de esta nueva intrusión en la vida del superhéroe más campechano.

miércoles, 11 de abril de 2012

"TAKE SHELTER" Jeff Nichols (2011)


El auge de las películas (pre- y post) apocalípticas y catastróficas, sumado a las noticias diarias  cada vez más espeluznantes (esto suena muy  Piqueras), hace pensar a uno que el Fin está cerca. Agoreros de todo tipo vienen anunciándolo año sí, año no, alegando cualquier tipo de excusa: desde el calendario Maya, al cambio climático pasando por aquel hito noventero del “efecto 2000”. Tantas veces se ha repetido, que ya  no nos lo creemos, o casi. Jeff Nichols, jovenzuelo poco conocido en nuestro país pero con un fabuloso film de debut (Shortgun Stories),  elabora un film catastrofista más metafísico, más íntimo (en la estela de The Road) que nos plantea la duda de si creer o no las alucinaciones proféticas de Curtis LaForche (Michael Shannon), un obrero de la rural Ohio, casado con su bella y devota esposa Sam (Jessica Chastain) y padre de una niña sorda a la que adora.


Curtis empieza a tener pesadillas que se convierten en alucinaciones, donde la acción siempre empieza con el estallido de una tormenta. Sucesivamente, aparecerán en sus sueños seres cercanos o sombras fugitivas desconocidas ambas con malvadas intenciones. Cuando los sueños  y las visiones de una gran tormenta se vuelven más intensas, Curtis se pregunta si, como su madre, estará sufriendo algún tipo de trastorno psicótico o bien se encuentra en la antesala de un brote esquizofrénico. Mientras tanto, ante los incrédulos ojos de su mujer y amigos, se obsesionará, hasta el punto de hipotecar su vivienda y la salud de su hija, en la construcción de un refugio contra tornados en su mismo jardín. A medida que los ataques y las alucinaciones aumentan el refugio se convertirá en su única manera de controlar su miedo, cuando en realidad, será más bien una inmersión hacia lo profundo de sus terrores. Un espacio de reclusión, donde la luz de la verdad parece no llegar.
Michael Shannon en la piel de Curtis, logra transmitir el descenso sin frenos, literal y metafórico, hacia lo que parece ser una locura incipiente con una interpretación cargada de matices y momentos eléctricos de gran tensión y dramatismo. Una terrible tormenta está apunto de llegar, repite, fuera de sí delante de todo el pueblo, como una Cassandra contemporánea. Nadie le cree y nadie parece poder ayudarlo, excepto Sam, que se fuerza en comprender e interpretar lo que le está sucediendo a su marido. ¿Está realmente enloqueciendo  como su madre o se trata de un padre sobreprotector, un amante de su familia?


A caballo entre el terror psicológico y una película de aires “terrencemalicknescos”, con escenas del cielo tormentoso, el vuelo caótico y desorientado de los pájaros, la lluvia en los campos y otras escenas cotidianas del día a día de una familia trabajadora en Ohio, Nichols retrata la ira y la angustia que generan señales que son malinterpretadas por los otros y por uno mismo. Enlazando con la introducción sobre el Apocalipsis se nos plantea la pregunta de cómo encauzamos la ira, el miedo y la tendencia de autodestrucción de nuestra civilización: ¿qué lectura hacer de todos los datos catastrofistas, las noticias de guerra, caos, destrucción, etc?, ¿cómo interpretarlos? ¿es la poética de la humanidad?, ¿las civilizaciones tienen sus ciclos?, ¿o todo va a pegar un pepinazo que aquí paz y después gloria? y, si lo decimos en voz alta,¿es que somos unos paranoicos y estamos overreacting un poquín?.


Curtis, interpreta estas señales, sus sueños de la mortífera tormenta que acabará con todo,como locura que le llevará a la enconada oscuridad de su refugio, donde quizás allí, bajo tierra no se vea atacado por sus pesadillas, y nos preguntamos, en una de las secuencias más angustiosas de la película, si saldrá a la luz, si emergerá de su encierro. “Take Shelter” nos plantea muchas preguntas en uno de los finales que me temo será de los más discutidos de la temporada, pero hasta aquí puedo leer.

Este artículo puede leerse también en Fantastic Plastic Magazine

miércoles, 4 de abril de 2012

"LA GUERRE EST DÉCLARÉE" Valerie Donzelli (2011)




La actriz y directora Valerie Donzelli, sorprendió a todos con este su segundo largometraje, elegido para la apertura de la Semana de la crítica en Cannes. La sinopsis de “La Guerre est déclarée” bien podría tomarse como una auténtica tragedia de telefilm de Antena3, con muchos lloros, mucha superación de pareja y con el “basado en un hecho real” incluido, pero en cambio nos encontramos con una obra ligera, enérgica y optimista con continuos guiños a la Nouvelle Vague.
Romeo y Juliette, dos jóvenes y guapos modernos parisinos, se conocen en el frenesí de una fiesta, bromean con sus nombres, se gustan, se enamoran y empiezan una relación que vemos crecer en pantalla de forma muy videoclipesca. Delante de “El Origen del mundo” de Courbet y mediante elipsis vemos como la enamorada pareja acaba de tener su primer retoño: Adam. Con los típicos miedos de unos primerizos afrontan el día a día de su relación, hasta que la pesadilla para todos los padres se convierte en realidad: Adam, de apenas un año, tiene un tumor cerebral. Juliette corre y corre por los pasillos del hospital, como la premonición de aquello que les espera: un laberinto donde no se ve el final. Romeo cae abatido de rodillas y grita de desesperación. Pero no sucumben, y con determinación trazan un plan junto a sus familias para sacar adelante a su pequeño y a su relación: declaran la guerra a la enfermedad, declaran la guerra a la tristeza y el desfallecimiento, la autocompasión. Romeo y Juliette aúnan fuerzas. Son jóvenes y se aman y a pesar de la tragedia seguirán sus vidas, irán a fiestas, reirán, se emborracharan, llorarán y continuarán luchando, junto a Adam.



Valerie Donzelli y Jérèmi Elkaim, pareja durante años, vivieron en sus propias carnes esta trágica experiencia. Pero lo que efectivamente podría haberse convertido en una suerte de ejercicio expiatorio es en realidad una narración cercana y honesta de una historia que Donzelli califica de no-autobiográfica, aunque sí personal. Más allá de la desdichada historia de Adam aflora la historia de la evolución de una pareja donde la enfermedad de su hijo actúa como catalizador. El humor (excelente la extraña conversación en la cama donde cada uno expone sus miedos al otro) y la mezcla de estilos (musical, fantástico, romántico) así como el uso de tres diferentes narradores omniscientes rinde tributo al savoir faire nouvellevaguesco, en clara alusión a grandes del cine francés como Truffaut o Godard. ¡Cómo no recordar “Los 400 golpes” viendo el final de “La guerre est déclarée”, por ejemplo!. 



Donzelli, rodó para mayor frescura y proximidad con los personajes, casi todo el metraje con una cámara fotográfica Canon, convirtiéndola así en una pieza magnífica de low-cost, además de situar la acción en localizaciones reales y empleando también parte del personal sanitario que les acompaño en la larga lucha durante 5 años. De hecho, en parte, el título también es una defensa al sistema sanitario francés, un homenaje a los médicos y enfermeras de la sanidad pública que operaron a Gabriel (el nombre verdadero de su hijo, que además se interpreta a sí mismo a la edad de 8 años), en un momento en Francia en el que empiezan a oírse las primeras trompetas de la privatización.

"LA INVENCIÓN DE HUGO CABRET" Martin Scorsese (2011)



Si esta crítica tuviera que llevar un título este sería el de “Amor y Pedagogía”, ya que Scorsese, alejado esta vez de sus películas siempre teñidas de conflictos y violencia, se planta en las salas con una historia para toda la familia, cargada de amor por el cine y con voluntad de transmitir ese amor a los más jóvenes.
“La Invención de Hugo Cabret” es una delicia cinéfila para todos los públicos que bien podría tratarse de dos películas en una: por un lado tenemos la historia de Hugo (Asa Butterfield), un joven pre-púber de vida dickensiana, huérfano reciente, vive con su tío, relojero y de mal beber, en la torre de un reloj en una transitada estación de trenes en París. Su padre (Jude Law), también relojero, le inculcó su amor por los relojes, su funcionamiento y toda clase de mecanismos como el oxidado autómata del S.XIX que encuentra olvidado en el almacén de un museo y que ambos querían reparar.

Ahora Hugo, tras la desaparición de su tío, vive solo y bastante triste entre los túneles y pasadizos que llevan a su pequeña habitación en la torre. Mientras engrasa y ajusta el reloj para que siempre dé la hora, espía por entre las rendijas a los personajes que habitan diariamente la estación: la vieja dueña del bar, la joven florista, el pintor bohemio, el temible guardián de la estación con su doberman que perseguirá incansable a Hugo y a cualquier huérfano que se tope en su camino, y el gris y cascarrabias vendedor de juguetes. En sus noches Hugo recuerda a su padre, mientras intenta reparar el viejo autómata. El extraño mecanismo del muñeco y su afán por repararlo le llevará a robar piezas del viejo vendedor de juguetes y a establecer una relación de amistad con Isabelle (Chloë Grace Moretz), su simpática y resabiada hija, que le ayudará a resolver el misterio que esconde el autómata.
La segunda línea argumental, que va perfectamente entrelazada con la melodramática historia de Hugo, es la que surge a flote una vez el autómata se pone en marcha y transmite un misterioso mensaje: un dibujo de una luna con un cohete en el ojo. Gracias a sus ansias de aventura descubrirán que Papa George, padre adoptivo de Isabelle y vendedor de juguetes, es ni más ni menos que un traumatizado y olvidado George Méliès (Ben Kingsley), un auténtico pionero del cine que vio en el invento de los hermanos Lumiere (quienes lo consideraban un artefacto sin futuro) una fuente inagotable de imaginación, magia y sueños. Con la ayuda de un historiador del cine, la figura del cinéfilo por excelencia que bien podría ser el alter ego de Scorsese, intentarán que Papa George no rehúya de su pasado y que comprenda que no ha sido olvidado.





Sin llegar al biopic, pero recordando los documentales cinéfilos de Scorsese, Méliès recordará en flashbacks sus inicios como cineasta. Y aquí, Scorsese pone toda la carne en el asador utilizando para ello una reconstrucción de los escenarios utilizados por Méliès  y que forman parte ya no solo de la historia del cine sino del imaginario colectivo del arte universal. No obstante ya desde el inicio Scorsese deja claro que la utilización del 3D no es baladí y está absolutamente justificada. La cámara, serpentea entre los túneles, entre la muchedumbre de la estación, se disuelve como mantequilla en una sartén y nos proporciona una luminosidad e incluso una artificialidad (que a veces recuerda a Jeunet) digna del propio George. Pero, a su vez, nos convierte en una suerte de espectadores a lo Lumiere, aquellos primeros e inocentes visitantes de barracas que se levantaban asustados de sus sillas al ver acercarse en la pantalla al tren llegando a La Ciotat. Así nosotros nos maravillamos ante la técnica, y a veces se nos escapan las manita como si así pudiéramos sentir la nieve que cae o acariciar al perro que sale abruptamente de la pantalla.




De todos es bien conocida la relación de Martin Scorsese con la fundación sin ánimo de lucro The Film Fundation, que persevera en la conservación del celuloide. “La Invención de Hugo” no es solo un canto de amor al cine, sino también un toque de atención para preservarlo y protegerlo del paso del tiempo y sobre todo del olvido. Hugo, es de hecho un cinéfilo en potencia: voyeur que, escondido tras las manecillas observa las idas y venidas de los pasajeros en la estación, además de ser un enamorado de los mecanismos: los autómatas (tan Hofmannsthalianos, tan Metropolis), los relojes y por supuesto, el cine que no deja de ser otro mecanismo. De hecho, cuando Isabelle, en su ansia aventurera, le confiesa que nunca ha ido al cine, horrorizado la lleva inmediatamente (aunque sea colándose por la puerta de atrás) a una sala parisina donde se celebra el Festival de Cine Mudo. Allí, asombrados verán las peripecias de Harold Lloyd (de nuevo con alusión a los mecanismo), Buster Keaton y claro, George Méliès.
Scorsese, que hace un breve cameo fotografiando a Méliès en su estudio, ha creado una obra vitalista y deliciosa (a partir de la novela gráfica de Brian Selznick), que todo niño y no tan niño debería ver para comprender y amar el cine. Si yo tuviera hijos les llevaría sin dudar a ver “La Invención de Hugo” con la esperanza de que ellos también sintieran amor algún día por este mecanismo “sin futuro”.

lunes, 27 de febrero de 2012

"SHAME" Steve McQueen (2011)








Estamos, como dicen los anglosajones, sobresexualizados (oversexualized) . El sexo se ha vuelto viral, imposible ignorarlo: en la publicidad, en los artículos más leídos de la prensa, Internet (todo el mundo sabe que en Internet sólo hay gatos y porno). Se ha vuelto casi imposible vivir un sexualidad ajena a las multipantallas, los gifs animados, el porno de oficina, las fotos y videos amateur, el Cumloader, el You Jizz y toda la pesca. El porno como nueva moral dominante.
La avalancha de referentes sexuales se troca en obsesión malsana y puede impedir el  desarrollo de una sexualidad propia y auténtica,  alejada de los referentes vinculados a relaciones de poder. Referentes menos politizados (“El cuerpo es una entidad biopolítica” diríamos, malcitando a Foucault), menos hegemónicos en definitiva. Y salgo de aquí porque me estoy metiendo en un jardín.
De la viralidad del sexo y su capacidad autodestructora nos habla Steve McQueen, artista y cineasta ganador del prestigioso Turner Prize en 1999 y que sorprendió al mundo  con su ópera prima “Hunger” también con su amadísimo ( ¡y cómo no amarlo!) Michael Fassbender. “Hunger” es un peliculón y sólo puedo deshacerme en elogios ante tamaña obra de arte, pero, hablemos de “Shame”, que, desgraciadamente no es “Hunger”.



Brandon (Michael Fassbender) es un treintañero atractivo (bueno, vale, atractivo se queda corto) que lo tiene todo para ser feliz: está más bueno que el pan, un bonito apartamento en Manhattan, trabajo como ejecutivo y éxito con las mujeres. Pero Brandon está absolutamente podrido por dentro. Un lisiado sentimental  obsesionado y adicto al sexo: páginas web,  prostitutas, web cams, ligues de “aquí te pillo aquí te mato” y cuando todo esto no funciona, masturbaciones compulsivas, aunque sean en el baño de la oficina o relaciones en cuartos oscuros sin importar carne o pescado. Todo vale para sentirse menos jodido, menos frío y muerto por dentro. Porque al fin y al cabo Brandon es un zombie, más parecido a Patrick Batemant que a Chuck Bass, que, por más que folle, siempre se sentirá insatisfecho y vacío. Y para más INRI llega su hermana Sissy (Carey Mulligan) otra disfuncional y caótica mujer, con un pasado que no acabamos de conocer (intento de suicidio, relación ambigua con su hermano) absolutamente desamparada y muy necesitada de cariño que suple con sus impulsos carnales esa falta de amor. Sissy buscará un hueco en la vida de Brandon, incapaz de mantener con ella una auténtica relación fraternal, de hecho, incluso podemos apreciar ciertos destellos incestuosos (la pelea en el sofá y esa manía de encontrarse en las situaciones más íntimas siempre en bolas). Su hermana será la única que de alguna manera le hará revolverse por dentro y mostrar cierta humanidad, con la lágrima furtiva tras escuchar su particular versión de “New York, New York” por ejemplo (subliminalmente un grito de libertad,  una vía de escape) o la angustia final al saberla “fuera de cobertura”, así como la brutal escena de absoluta desesperación mientras escucha a Sissy follar con su jefe (un trepa salido felizmente casado y con hijos) y su huída en un travelling lateral por las calles de Manhattan.



Steve McQueen elige para casi toda la película, excepto escenas de alto contenido sexual, un tono plúmbeo y gris. Gris como el personaje, vestido siempre en tonos neutros, sin vida, en una Nueva York lluviosa y fría. Brandon, se esfuerza, no obstante, por salir de esa telaraña sexual, e intentará, en una de las secuencias más sinceras y emotivas del film, mantener una relación “normal” con su atractiva compañera de trabajo. Su sinceridad es aplastante y, aunque atraído por la chica, Brandon es incapaz de soportar cualquier tipo de vínculo que vaya más allá del puro intercambio de flujos. Para él el sexo necesita ser plano, como en una pantalla, como en los amantes desenfrenados que ve tras la ventana de un rascacielos. Es más, McQueen nos plantea un juego de palabras casi subliminal, cuando durante el encuentro en el hotel con su compañera, le pregunta si su ropa interior es “vintage”, tal y como describió Sissy su sombrero rojo. McQueen parece decirnos que todo lo que huela a posible íntima familiaridad le da sarna perruna.
Aún así, exceptuando la fantástica presentación del personaje en una secuencia inicial sin diálogos, manteniendo su mirada intensa clavada en la guapa pasajera de enfrente o el clímax doloroso, emotivo casi, con la música in crescendo tras el trío con las prostitutas, “Shame” es bastante plana, carente de dramatismo incluso, en la que vemos a los personajes desnudándose continuamente pero sin poder “desnudarse” mentalmente. “Shame”, como “Hunger”, también nos habla del aislamiento, pero está carente de esa profundidad, de la perfección de su primera película. Tiene un buen ritmo pero quizás debido a la mano de Aby Morgan (también guionista de “The Iron Lady”, alegato carca y conservador) el guión queda más tamizado y sin profundidad.
Eso sí, chicos, chicas, Fassbender, además de un fabuloso actor digno de la Copa Volpi, que sabe transmitir solo con una mirada un abanico de emociones que van desde la lujuria hasta la desesperación, es EL hombre. Alguien dijo que Michael,  tenía una belleza equina, y la verdad es que no podría encontrar un mejor adjetivo.

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lunes, 6 de febrero de 2012

"TINKER, TAILOR, SOLDIER SPY" Tomas Alfredson (2011)




Confieso, que, cuando terminó la película,  se me quedó cara de “Ostia, no sé si he acabado de entender algo”. Luego, poniendo los hechos sobre la mesa, ves que sí, que algo has pillado, pero tampoco tanto. Tienen que pasar unas horas,  una semi-extensa reflexión y algo de Wikipedia para no sentirte una completa retrasada. “Tinker, Tailor, Soldier, Spy" (me niego a llamarla “El Topo”) , basada en el best-seller de John Le Carré, es ciertamente, una película de difícil comprensión, pero no por ello críptica o elevada, aunque sí necesita un alto grado de atención por parte del espectador. Paradójicamente su trama es bien simple: hay un topo soviético en lo más alto de los Servicios de Inteligencia británicos, que ellos llaman Circus (por su proximidad a Cambridge Circus). George Smiley (Gary Oldman), agente veterano retirado a la fuerza después de la destitución del alto mando, será el encargado de descubrir quién de los cinco hombres de la cúpula es el traidor. Punto pelota.



Claro que Tomas Alfredson, director también de la acertadísima historia de vampiros pre-pubers “Déjame Entrar”, no nos lo pone tan fácil. Empieza entrando de lleno en el meollo, con un espía británico tiroteado, enviado por Control (mítico John Hurt), el jefazo de los espías británicos, para conseguir el nombre en clave del topo. A partir de ahí, y una vez desplazado Control de la cúpula debido a este grueso error y posterior muerte natural, el rumor del topo llega a Lacon (jefe del llamado Servicio Civil, mano derecha del Primer Ministro) que asigna al melancólico y paternal agente Smiley la misión de descubrir y cazar al topo que está poniendo en jaque la seguridad de occidente. Será el “desertor” Ricky Tarr (Tom Hardy), gracias a un affaire con la mujer de un agente ruso, quien dé una de las principales claves para, tirando del hilo y de una forma brillantemente analógica, descubrir quién es el traidor. Porque de lo que nos habla Alfredson es de eso: del compromiso y de aquellos que “por motivos estéticos o morales” (como dice el topo una vez cazado) lo transgreden e inevitablemente, lo traicionan. En una época donde los escándalos financieros, los empresarios corruptos y los políticos sin escrúpulos están a la orden del día “Tinker, Tailor, Soldier, Spy” es más contemporánea de lo que aparentemente parece.




Olvidémonos del imaginario clásico: aquí no hay ni chicas Bond, ni piruetas en Aston Martins, ni agentes sexies con mil gadgets hi-tech. Alfredson retrata la vida del espía como la de un funcionario, gris, un poco freaky, tirando a casposete y solitario. Mucha pana, mucha felpa y mucho tweed. Domina una estética sobria, apagada, rozando la serie B en la que destacaría esa sala insonorizada en la que la cúpula se reúne (un pequeño bunker-ataúd retro), unos secundarios de auténtico lujo (Colin Firth, Toby Jones, Ciarán Hinds o David Dencik) y una serie de metáforas visuales en ocasiones obvias pero muy personales. Y no sólo eso:  destacar el fantástico, sobrio pero efectivo montaje a base de flashbacks y sobre todo a “cara de vieja” Oldman, ese maravilloso actor semi-olvidado por muchos y del que celebro su rescate para la gran pantalla, no sólo en papeles secundarios como el Comisario jefe de Gotham, si no para papelazos, que es para lo que realmente vale.  Oldman es pura contención, puro arte interpretativo. Su economía gestual, sus miradas, sus silencios son precisos y acertados, reinventando así el personaje al que Alec Guinness ya dio vida en la serie que la BBC hizo de la novela de Le Carré. Smiley se nos muestra riguroso  y justo, con aspecto de profesor de literatura y un punto romántico (podemos oír el crujido de su corazón roto en pedazos tras el fatal descubrimiento de la infidelidad de su mujer) y que mantiene un curioso pulso mental con su homólogo soviético, Karla, un ente para el espectador (ya que nunca lo vemos en pantalla) que parece poseer parte del alma de Smiley con ese mechero simbólico que tanto le pesa.

Después de ver la maravilla pre-digital que ha compuesto Tomas Alfredson, miro con otros ojos  a John Le Carré,  ex –agente del MI6 por cierto, que para mí era más bien una lectura de madres, y me pregunto si es verdad que revolucionó con su “Karla Trilogy” la novela de espías.  Desafortunadamente no he leído la novela así que no puedo decir eso de: el libro es mejor. Pero desde luego la película sí es mejor. Es mejor, más profunda y sutil de lo que uno puede esperar de una simple película de espías.


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