Puedo entender en parte la rabia que da entre compañeros y amigos un director como Paul Thomas Anderson, considerado el nuevo genio absoluto del cine americano (con permiso de James Gray), adulado por crítica y elevado a los más altos altares cinematográficos por su escueta pero pluscuamperfecta filmografía. Os seguirá dando rabia y eso no se podrá evitar porque a Dios pongo por testigo de que P.T.A seguirá haciendo películas conceptuales, grandilocuentes y brillantes como There will be blood o The Master.
Maestría es lo que tiene al abordar un tema espeluznante inspirado en los inicios de la Cienciología (aunque al principio dijera que no y luego que sí) sin pizca de morbo ni ensañamiento; Like a Sir. Si There will be blood era una metáfora sobre los fundamentos de la América moderna, The Master es su nudo, su corazón. El asentamiento de un sistema de creencias homemade que proliferarán después de la II Guerra Mundial, cuando la población se encontraba más débil y a la vez más receptiva y ávida de teorías esperanzadoras que les devuelva la fe en ellos mismos y en el prójimo. El culto al poder del individuo amplificado y extendido por predicadores, charlatanes y vendedores ambulantes.
Encontramos a Freddie Quell (Joaquin Phoenix) (pista: en inglés significa “reprimido”) desequilibrado Marine, alcohólico y obsesionado con el sexo. Salta de trabajo en trabajo debido a su carácter impulsivo y violento, sobre todo después de beberse una de sus “pociones” que él mismo destila, en las que se traga sin pestañear desde disolvente de pintura hasta jarabe para la tos. Fugitivo y perseguido dará de bruces con el barco de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder espiritual de La Causa, que no solo le perdona tras haberse colado en su barco como polizón, si no que le acogerá en el seno de su familia, invitándole a la boda de su hija y estableciendo con el animal herido una turbia y confusa relación.
Dodd embaucador de almas, y su mujer Peggy (Amy Adams), auténtico cerebro en las sombras, son los centinelas que predican las bondades del nuevo culto basado en la búsqueda del potencial individual mediante sesiones de regresión a vidas pasadas. Una especie de eraser-rewind que permite el total conocimiento de uno mismo bajo una pátina de método (pseudo) científico. Quell cede en un principio a los cantos de sirena de La Causa, y cree, aunque no del todo convencido, que puede redimirse sometiéndose a los cansinos, redundantes y superficiales ejercicios de el Maestro Dodd. Con sus modales de portero de discoteca Freddie se convertirá en su perro de presa, su matón que repartirá hondonadas de ostias al primero que ose cuestionar La Causa. Pero todos sabemos lo que ocurre cuando acoges a un perrete herido en tu hogar: que tarde o temprano escapa. El gigante ego de Dodd no vió que Quell, en su inestabilidad e impulsividad, era originalmente inapresable. Pero, ¿qué tipo de relación se establece entre estos dos?, ¿amistad?, ¿paciente/doctor?, ¿fascinación?, ¿relación homoerótica?.
En esta confusión y en la propia de la narración, carente de principio, nudo y desenlace, carente de causa y consecuencia, impulsiva e imprevisible como Freddie Quell, se nos mantiene en vilo durante toda la película queriendo saber más sin colmar nuestras expectativas pero dándonos una auténtica lección de cine en mayúsculas. P.T Anderson nos tiene ya acostumbrados a su épica de la disfunción, con predilección por caracteres pioneros y freaks, binomios que articulan la narración mediante sus pulsiones y sus tira y aflojas.
Maestría técnica con una apertura perfecta enfatizada por la partitura de Jonny Greenwood, uso sistematizado y justo de la elipsis, encuadres que recuerdan a los grandes artistas americanos (Hopper, Wyeth incluso Ford) y sobre todo el peso que cae en los dos protagonistas principales, auténticos genios de la interpretación. Aunque es incondicional mi amor por Joaquin, al que considero, junto con Tom Hardy y Michael Fassbender, la santísima trinidad del talento a cascoporro, encuentro reiterativa y manierista su interpretación. Su cuerpo enjuto y encorvado de movimientos simiescos (“silly animal” le dice una vez Lancaster con paternalismo), su rostro demacrado y enfermizo trasmite la desazón y el malestar espiritual de un ser desequilibrado pero en ocasiones rozando lo caricaturesco, con su amplio abanico de tics y espasmos. En cambio Philip Seymour Hoffman tiene esa aura de cabroncete embaucador, capaz de inspirarte miedo, ternura o vergüenza ajena con un sutil parpadeo. Consigue transmitir una compleja personalidad y un ego del tamaño de un elefante, seguro y pagado de sí mismo, pero que, como Quell, estalla a la mínima que le tocan un poco los cojones, cuando le cuestionan sus teorías o le acusan de estafador. No hay más que ver el moco que le echa a la disciplinada Laura Dern cuando se permite hacerle una reflexión sobre un cambio en la doctrina.
Un drama épico de ideas, un choque de trenes entre dos turbulentas personalidades y un dedito en la llaga de esa secta santificada de la que son creyentes tantos Hollywoodienses. Paul Thomas Anderson lo ha vuelto a hacer y vuelve a ser The “puto” Master.