En primer lugar aclararé que no soy una devota de Terence Malick,
con ello quiero decir que respeto su obra pero no me declaro fan. Digo esto
porque muchas veces nos pueden los amores incondicionales y nos impiden ver con
claridad: uno debe matar a sus ídolos. En
este caso yo ya fui llorada y realicé mi
propio “cinecidio” en casa. Bien es cierto que conociendo el corpus poético de
Malick sabía por donde irían los tiros y
tenía cierto temor de ver dos horas de paja mental con muchas cortinas a
contraluz y primerísimos planos de pajarillos moribundos. Quizás por estos
temores, me gustó más de lo que en un principio creí que me gustaría.
No nos engañemos, no es una película difícil
de ver, pero sí es una película difícil de digerir, más que por su complejidad
narrativa, por su exceso de contenidos. El árbol de la vida es una película
inabarcable, extremadamente poética, excesiva en todos los sentidos. Querer
contar el origen del universo, darnos una lección pseudo filosófica sobre la
conceptos estéticos como la Gracia, la Bondad, la Belleza y sus
interrelaciones, coquetear con la eterna búsqueda del sentido de la vida y
entender el binomio vida/muerte a través de la historia de una familia en los
años cincuenta (contando además con la presencia mainstream de Brad Pitt y Sean
Pean) quizás sean demasiadas cosas para contar en una sola película.
Los mecanismos e
imágenes que empleó en sus últimas películas como La delgada línea roja o El
nuevo mundo se vuelven a repetir aquí hasta la saciedad, pero Terence
se arremanga y da lo mejor de sí mismo (y de su operador Lubezki, auténtico
maestro de la luz) depurando aquello que ya vimos en sus dos anteriores
películas: imágenes preciosistas, muchas fruto de horas y horas de rodaje y en
ocasiones del puro azar, voz en over, atípica continuidad narrativa, donde un
plano no tiene porqué corresponderse con el plano siguiente y una selección de
piezas clásicas inmejorables.
El árbol de la
vida recuerda en ocasiones a Zerkalo
de Tarkovski, una narración personal y nostálgica que reflexiona sobre
la infancia y los recuerdos centrándose en la presencia de la madre como símbolo,
(en el caso de Tarkovski estaba más relacionado con el concepto Historia) que
en Malick se traduce como una presencia más cercana a la verdadera naturaleza
de lo divino, representación de la Gracia y
la Bondad (en mayúsculas) y daimon benefactor creadora de vida. Así como
Tarkovski hace su propio Amarcord, Malick parece citar en
cambio a Otto e mezzo con ese final de redención en la playa del reencuentro,
creando un limbo espiritual de perdón y purificación.
Personalmente
creo que la clave del cine de Malick reside en que éste va más allá del mero
dispositivo cinematográfico, es decir, exige una mirada y un acercamiento que
estaría más relacionado con la contemplación del objeto artístico, y en
consecuencia de un juicio más cercano a la reflexión estética, que al análisis puramente
cinematográfico. No podemos enfrentarnos a una película de Malick con las
mismas herramientas que nos enfrentamos a una película de Sodeberg (sin
desmerecer). No son la misma liga, es más, no son ni siquiera el mismo deporte.
Tal empacho de belleza solo se puede disfrutar si uno se deja llevar y suspende
el interés en pro de forjarse un juicio estético, es decir, al más puro estilo
Kantiano, dejarnos llevar por las imágenes sin esperar una satisfacción ni una
finalidad. No se hasta que punto las recurrentes imágenes de naturaleza (los
trigales, el mar, el pájaro que cruza el cielo) son realmente un rebus que crean
contenido y sentido narrativo mediante alusiones, o meramente iconos de pura
contemplación, de puro goce estético.
Aún así Malick mea fuera de tiesto en muchas ocasiones. Es el exceso
lo que acaba pasando factura a la película, como en ese momento Jurassic
Park donde uno piensa; “Terence, no hacía falta.”. En su deriva Érase
una vez… la vida Malick se pierde para volver a encontrarse en casa de
los O’Brian, sus conflictos matrimoniales, su relación con los hijos y sobre
todo el paso de la infancia a la madurez del joven Jack , sin duda la parte más
interesante del film. Por otro lado y personalmente Brad Pitt no me entusiasma
y me recuerda demasiadas veces al personaje de Inglorious Basterds y su
mentón salido (cosa que se empeñó en hacer, como si de un Marlon Brando y sus
bastoncillos de algodón se tratase, por más que Tarantino intentará
disuadirle). Aquí parece que Malick no logró hacerle entender que no era
necesario forzar el mentón para parecer un padre severo. Como última meada
decir que su particular visión cristiano/mística acaba transformándose en una
suerte de falso trascendentalismo que se convierte en ocasiones en un burdo
libro de autoayuda rozando el Coehlismo.
Ahora bien, a
pesar de sus pretensiones de proporciones cósmicas el film nos ofrece píldoras
de gran intensidad y belleza, que hay que tomarlas así, como pura
contemplación, sin tragarnos todo el cuento místico. No obstante y a pesar de
la pretenciosidad de la obra, aprovecho
para denunciar algunas salas de cine que,
no contentos con repartir flyers en la cola de taquillas avisando de la
dureza conceptual de la película y recomendando su salida inmediata de la sala
en caso de aburrimiento extremo, también devolvían el dinero de la entrada para
evitar la pataleta. Esto me parece, no solo tratar al espectador como un niño
de tres años y presuponer su ignorancia y su incapacidad para gozar de una
narración heterodoxa, si no fomentar la mediocridad y la falta de espíritu crítico.
Me pierdo en sus imágenes. En el buen sentido. Una película que deja fluir tus sentimientos con libertad...
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