lunes, 27 de febrero de 2012

"SHAME" Steve McQueen (2011)








Estamos, como dicen los anglosajones, sobresexualizados (oversexualized) . El sexo se ha vuelto viral, imposible ignorarlo: en la publicidad, en los artículos más leídos de la prensa, Internet (todo el mundo sabe que en Internet sólo hay gatos y porno). Se ha vuelto casi imposible vivir un sexualidad ajena a las multipantallas, los gifs animados, el porno de oficina, las fotos y videos amateur, el Cumloader, el You Jizz y toda la pesca. El porno como nueva moral dominante.
La avalancha de referentes sexuales se troca en obsesión malsana y puede impedir el  desarrollo de una sexualidad propia y auténtica,  alejada de los referentes vinculados a relaciones de poder. Referentes menos politizados (“El cuerpo es una entidad biopolítica” diríamos, malcitando a Foucault), menos hegemónicos en definitiva. Y salgo de aquí porque me estoy metiendo en un jardín.
De la viralidad del sexo y su capacidad autodestructora nos habla Steve McQueen, artista y cineasta ganador del prestigioso Turner Prize en 1999 y que sorprendió al mundo  con su ópera prima “Hunger” también con su amadísimo ( ¡y cómo no amarlo!) Michael Fassbender. “Hunger” es un peliculón y sólo puedo deshacerme en elogios ante tamaña obra de arte, pero, hablemos de “Shame”, que, desgraciadamente no es “Hunger”.



Brandon (Michael Fassbender) es un treintañero atractivo (bueno, vale, atractivo se queda corto) que lo tiene todo para ser feliz: está más bueno que el pan, un bonito apartamento en Manhattan, trabajo como ejecutivo y éxito con las mujeres. Pero Brandon está absolutamente podrido por dentro. Un lisiado sentimental  obsesionado y adicto al sexo: páginas web,  prostitutas, web cams, ligues de “aquí te pillo aquí te mato” y cuando todo esto no funciona, masturbaciones compulsivas, aunque sean en el baño de la oficina o relaciones en cuartos oscuros sin importar carne o pescado. Todo vale para sentirse menos jodido, menos frío y muerto por dentro. Porque al fin y al cabo Brandon es un zombie, más parecido a Patrick Batemant que a Chuck Bass, que, por más que folle, siempre se sentirá insatisfecho y vacío. Y para más INRI llega su hermana Sissy (Carey Mulligan) otra disfuncional y caótica mujer, con un pasado que no acabamos de conocer (intento de suicidio, relación ambigua con su hermano) absolutamente desamparada y muy necesitada de cariño que suple con sus impulsos carnales esa falta de amor. Sissy buscará un hueco en la vida de Brandon, incapaz de mantener con ella una auténtica relación fraternal, de hecho, incluso podemos apreciar ciertos destellos incestuosos (la pelea en el sofá y esa manía de encontrarse en las situaciones más íntimas siempre en bolas). Su hermana será la única que de alguna manera le hará revolverse por dentro y mostrar cierta humanidad, con la lágrima furtiva tras escuchar su particular versión de “New York, New York” por ejemplo (subliminalmente un grito de libertad,  una vía de escape) o la angustia final al saberla “fuera de cobertura”, así como la brutal escena de absoluta desesperación mientras escucha a Sissy follar con su jefe (un trepa salido felizmente casado y con hijos) y su huída en un travelling lateral por las calles de Manhattan.



Steve McQueen elige para casi toda la película, excepto escenas de alto contenido sexual, un tono plúmbeo y gris. Gris como el personaje, vestido siempre en tonos neutros, sin vida, en una Nueva York lluviosa y fría. Brandon, se esfuerza, no obstante, por salir de esa telaraña sexual, e intentará, en una de las secuencias más sinceras y emotivas del film, mantener una relación “normal” con su atractiva compañera de trabajo. Su sinceridad es aplastante y, aunque atraído por la chica, Brandon es incapaz de soportar cualquier tipo de vínculo que vaya más allá del puro intercambio de flujos. Para él el sexo necesita ser plano, como en una pantalla, como en los amantes desenfrenados que ve tras la ventana de un rascacielos. Es más, McQueen nos plantea un juego de palabras casi subliminal, cuando durante el encuentro en el hotel con su compañera, le pregunta si su ropa interior es “vintage”, tal y como describió Sissy su sombrero rojo. McQueen parece decirnos que todo lo que huela a posible íntima familiaridad le da sarna perruna.
Aún así, exceptuando la fantástica presentación del personaje en una secuencia inicial sin diálogos, manteniendo su mirada intensa clavada en la guapa pasajera de enfrente o el clímax doloroso, emotivo casi, con la música in crescendo tras el trío con las prostitutas, “Shame” es bastante plana, carente de dramatismo incluso, en la que vemos a los personajes desnudándose continuamente pero sin poder “desnudarse” mentalmente. “Shame”, como “Hunger”, también nos habla del aislamiento, pero está carente de esa profundidad, de la perfección de su primera película. Tiene un buen ritmo pero quizás debido a la mano de Aby Morgan (también guionista de “The Iron Lady”, alegato carca y conservador) el guión queda más tamizado y sin profundidad.
Eso sí, chicos, chicas, Fassbender, además de un fabuloso actor digno de la Copa Volpi, que sabe transmitir solo con una mirada un abanico de emociones que van desde la lujuria hasta la desesperación, es EL hombre. Alguien dijo que Michael,  tenía una belleza equina, y la verdad es que no podría encontrar un mejor adjetivo.

Este artículo también se puede leer en Fantastic Plastic Magazine

lunes, 6 de febrero de 2012

"TINKER, TAILOR, SOLDIER SPY" Tomas Alfredson (2011)




Confieso, que, cuando terminó la película,  se me quedó cara de “Ostia, no sé si he acabado de entender algo”. Luego, poniendo los hechos sobre la mesa, ves que sí, que algo has pillado, pero tampoco tanto. Tienen que pasar unas horas,  una semi-extensa reflexión y algo de Wikipedia para no sentirte una completa retrasada. “Tinker, Tailor, Soldier, Spy" (me niego a llamarla “El Topo”) , basada en el best-seller de John Le Carré, es ciertamente, una película de difícil comprensión, pero no por ello críptica o elevada, aunque sí necesita un alto grado de atención por parte del espectador. Paradójicamente su trama es bien simple: hay un topo soviético en lo más alto de los Servicios de Inteligencia británicos, que ellos llaman Circus (por su proximidad a Cambridge Circus). George Smiley (Gary Oldman), agente veterano retirado a la fuerza después de la destitución del alto mando, será el encargado de descubrir quién de los cinco hombres de la cúpula es el traidor. Punto pelota.



Claro que Tomas Alfredson, director también de la acertadísima historia de vampiros pre-pubers “Déjame Entrar”, no nos lo pone tan fácil. Empieza entrando de lleno en el meollo, con un espía británico tiroteado, enviado por Control (mítico John Hurt), el jefazo de los espías británicos, para conseguir el nombre en clave del topo. A partir de ahí, y una vez desplazado Control de la cúpula debido a este grueso error y posterior muerte natural, el rumor del topo llega a Lacon (jefe del llamado Servicio Civil, mano derecha del Primer Ministro) que asigna al melancólico y paternal agente Smiley la misión de descubrir y cazar al topo que está poniendo en jaque la seguridad de occidente. Será el “desertor” Ricky Tarr (Tom Hardy), gracias a un affaire con la mujer de un agente ruso, quien dé una de las principales claves para, tirando del hilo y de una forma brillantemente analógica, descubrir quién es el traidor. Porque de lo que nos habla Alfredson es de eso: del compromiso y de aquellos que “por motivos estéticos o morales” (como dice el topo una vez cazado) lo transgreden e inevitablemente, lo traicionan. En una época donde los escándalos financieros, los empresarios corruptos y los políticos sin escrúpulos están a la orden del día “Tinker, Tailor, Soldier, Spy” es más contemporánea de lo que aparentemente parece.




Olvidémonos del imaginario clásico: aquí no hay ni chicas Bond, ni piruetas en Aston Martins, ni agentes sexies con mil gadgets hi-tech. Alfredson retrata la vida del espía como la de un funcionario, gris, un poco freaky, tirando a casposete y solitario. Mucha pana, mucha felpa y mucho tweed. Domina una estética sobria, apagada, rozando la serie B en la que destacaría esa sala insonorizada en la que la cúpula se reúne (un pequeño bunker-ataúd retro), unos secundarios de auténtico lujo (Colin Firth, Toby Jones, Ciarán Hinds o David Dencik) y una serie de metáforas visuales en ocasiones obvias pero muy personales. Y no sólo eso:  destacar el fantástico, sobrio pero efectivo montaje a base de flashbacks y sobre todo a “cara de vieja” Oldman, ese maravilloso actor semi-olvidado por muchos y del que celebro su rescate para la gran pantalla, no sólo en papeles secundarios como el Comisario jefe de Gotham, si no para papelazos, que es para lo que realmente vale.  Oldman es pura contención, puro arte interpretativo. Su economía gestual, sus miradas, sus silencios son precisos y acertados, reinventando así el personaje al que Alec Guinness ya dio vida en la serie que la BBC hizo de la novela de Le Carré. Smiley se nos muestra riguroso  y justo, con aspecto de profesor de literatura y un punto romántico (podemos oír el crujido de su corazón roto en pedazos tras el fatal descubrimiento de la infidelidad de su mujer) y que mantiene un curioso pulso mental con su homólogo soviético, Karla, un ente para el espectador (ya que nunca lo vemos en pantalla) que parece poseer parte del alma de Smiley con ese mechero simbólico que tanto le pesa.

Después de ver la maravilla pre-digital que ha compuesto Tomas Alfredson, miro con otros ojos  a John Le Carré,  ex –agente del MI6 por cierto, que para mí era más bien una lectura de madres, y me pregunto si es verdad que revolucionó con su “Karla Trilogy” la novela de espías.  Desafortunadamente no he leído la novela así que no puedo decir eso de: el libro es mejor. Pero desde luego la película sí es mejor. Es mejor, más profunda y sutil de lo que uno puede esperar de una simple película de espías.


Esta crítica está también disponible en Fantastic Plastic Magazine