viernes, 18 de enero de 2013

THE MASTER Paul Thomas Anderson (2012)





Puedo entender en parte la rabia que da entre compañeros y amigos un director como Paul Thomas Anderson, considerado el nuevo genio absoluto del cine americano (con permiso de James Gray), adulado por crítica y elevado a los más altos altares cinematográficos por su escueta pero pluscuamperfecta filmografía. Os seguirá dando rabia y eso no se podrá evitar porque a Dios pongo por testigo de que P.T.A seguirá haciendo películas conceptuales, grandilocuentes y brillantes como There will be blood o The Master.

Maestría es lo que tiene al abordar un tema espeluznante inspirado en los inicios de la Cienciología (aunque al principio dijera que no y luego que sí) sin pizca de morbo ni ensañamiento; Like a Sir. Si There will be blood era una metáfora sobre los fundamentos de la América moderna, The Master es su nudo, su corazón. El asentamiento de un sistema de creencias homemade que proliferarán después de la II Guerra Mundial, cuando la población se encontraba más débil y a la vez más receptiva y ávida de teorías esperanzadoras que les devuelva la fe en ellos mismos y en el prójimo. El culto al poder del individuo amplificado y extendido por predicadores, charlatanes y vendedores ambulantes. 



Encontramos a Freddie Quell (Joaquin Phoenix) (pista: en inglés significa “reprimido”) desequilibrado Marine, alcohólico y obsesionado con el sexo. Salta de trabajo en trabajo debido a su carácter impulsivo y violento, sobre todo después de beberse una de sus “pociones” que él mismo destila, en las que se traga sin  pestañear desde disolvente de pintura hasta jarabe para la tos. Fugitivo y perseguido dará de bruces con el barco de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder espiritual de La Causa, que no solo le perdona tras haberse colado en su barco como polizón, si no que le acogerá en el seno de su familia, invitándole a la boda de su hija y estableciendo con el animal herido una turbia y confusa relación. 

Dodd embaucador de almas, y su mujer Peggy (Amy Adams), auténtico cerebro en las sombras, son los centinelas que predican las bondades del nuevo culto basado en la búsqueda del potencial individual mediante sesiones de regresión a vidas pasadas. Una especie de eraser-rewind que permite el total conocimiento de uno mismo bajo una pátina de método (pseudo) científico. Quell cede en un principio a los cantos de sirena de La Causa, y cree, aunque no del todo convencido, que puede redimirse sometiéndose a los cansinos, redundantes y superficiales ejercicios de el Maestro Dodd. Con sus modales de portero de discoteca Freddie se convertirá en su perro de presa, su matón que repartirá hondonadas de ostias al primero que ose cuestionar La Causa. Pero todos sabemos lo que ocurre cuando acoges a un perrete herido en tu hogar: que tarde o temprano escapa. El gigante ego de Dodd no vió que Quell, en su inestabilidad e impulsividad, era originalmente inapresable. Pero, ¿qué tipo de relación se establece entre estos dos?, ¿amistad?, ¿paciente/doctor?, ¿fascinación?, ¿relación homoerótica?. 




En esta confusión y en la propia de la narración, carente de principio, nudo y desenlace, carente de causa y consecuencia, impulsiva e imprevisible como Freddie Quell, se nos mantiene en vilo durante toda la película queriendo saber más sin colmar nuestras expectativas pero dándonos una auténtica lección de cine en mayúsculas. P.T Anderson nos tiene ya acostumbrados a su épica de la disfunción, con predilección por caracteres pioneros y freaks, binomios que articulan la narración mediante sus pulsiones y sus tira y aflojas. 




Maestría técnica con una apertura perfecta enfatizada por la partitura de Jonny Greenwood, uso sistematizado y justo de la elipsis, encuadres que recuerdan a los grandes artistas americanos (Hopper, Wyeth incluso Ford) y sobre todo el peso que cae en los dos protagonistas principales, auténticos genios de la interpretación. Aunque es incondicional mi amor por Joaquin, al que considero, junto con Tom Hardy y Michael Fassbender, la santísima trinidad del talento a cascoporro, encuentro reiterativa y manierista su interpretación. Su cuerpo enjuto y encorvado de movimientos simiescos (“silly animal” le dice una vez Lancaster con paternalismo), su rostro demacrado y enfermizo trasmite la desazón y el malestar espiritual de un ser desequilibrado pero en ocasiones rozando lo caricaturesco, con su amplio abanico de tics y espasmos. En cambio Philip Seymour Hoffman tiene esa aura de cabroncete embaucador, capaz de inspirarte miedo, ternura o vergüenza ajena con un sutil parpadeo. Consigue transmitir una compleja personalidad y un ego del tamaño de un elefante, seguro y pagado de sí mismo, pero que, como Quell, estalla a la mínima que le tocan un poco los cojones,  cuando le cuestionan sus teorías o le acusan de estafador. No hay más que ver el moco que le echa a la disciplinada Laura Dern cuando se permite hacerle una reflexión sobre un cambio en la doctrina. 

Un drama épico de ideas, un choque de trenes entre dos turbulentas personalidades y un dedito en la llaga de esa secta santificada de la que son creyentes tantos Hollywoodienses. Paul Thomas Anderson lo ha vuelto a hacer y vuelve a ser The “puto” Master.  

DAMSELS IN DISTRESS Whit Stillman (2012)






“Damsels in Distress” no es una película de adolescentes al uso, tampoco un musical, o una screwball comedy, y a la vez es todo eso y más. Whit Stillman vuelve a la dirección tras un largo periodo de silencio tras las cámaras con la historia de Violet y sus secuaces, almas bondadosas y petulantes que regentan el Centro de Prevención de Suicidios del imaginario campus de Seven Oaks. 

Con una filmografía breve pero muy personal, Stillman recurre nuevamente a las relaciones entre hombres y mujeres como base para su historia anacrónica y con una estética delicada, donde los diálogos se suceden rápidos y deliciosos creando una especie de colección de aforismos y citas memorables.



Greta Gerwig , chica mumblecore, es Violet,  la cabecilla del trío de damiselas pedantes con corazón de oro, modales sureños y perjuicios absurdos que pondrán todo su empeño judeocristiano en ayudar a los deprimidos y suicidas gracias a sus donuts y a las clases de claqué. Lily (ojisapo Analeigh Tipton), la recién llegada, se convertirá en la nueva protegida y aliada que cuestionará las bases de la tríada, aunque sucumbirá a sus encantos y enseñanzas old-fashioned. Violet sufrirá en sus propias carnes la humillación de ser traicionada por su novio bordeline y decidirá superar el trauma siendo la inventora de una nueva fiebre de baile popular llamado “Sambola”. 

Todo en Seven Oaks es bizarro y encantador a la vez. Desde el Comedor Robertson donde los suicidas se tiran desde una altura de un primer piso, al Comedor Doar donde viven los apestosos bárbaros del campus, a las misteriosas asociaciones de (supuestamente) placer anal y movimientos cátaros. Parece más bien un reducto atemporal, una especie de Show de Truman para adolescentes freaks, donde no sabemos que encontraremos más allá del campus (como esos extraños moteles con números o los spots favoritos para suicidas) y donde es posible montar un musical edulcorado y demodé por sus pasillos. De ahí los guiños a Fred Astaire tanto en el título (en referencia a Una señorita en desgracia de George Stevens (1937)) como en los personajes (el suicida bailarín Freak Astaire). Tipos obsesivos y maniáticos, retrasados, mentirosos, traumatizados, soñadores pero sin maldad, inocentes pero agudos, como Violet que esconde bajo su capa impermeable y perfecta una chiquilla tan vulnerable como cualquier otra cuyo mayor sueño es hacer feliz a la gente con la Sambola. 

Película raruna y aparentemente naïf, de textura brillante y brumosa cual telefilm, con regusto retro y maneras afectadas, podríamos considerarla un drama en tono de comedia con diálogos de “manual para señoritas posmodernas”. Stillman ha vuelto con esta marcianada que nos mantiene la sonrisa y que también nos hace exclamar algún que otro “What the fuck!”. Lo mejor, dejarse llevar por la Sambola y la particular sabiduría de estas damiselas. 




viernes, 14 de septiembre de 2012

THE DEEP BLUE SEA Terence Davis (2011)





Hester (Rachel Weisz) cierra las ventanas de su cuarto y prepara minuciosamente su ritual de suicidio tras escribir una carta a su amante Freddie (Tom Hiddleston) creyéndose abandonada. Hester ama con todas sus fuerzas a Freddie por el que ha dejado atrás su acomodada vida y a su marido, un reputado juez, aburrido y convencional, para fugarse y vivir su amor en un pequeño cuartucho alquilado. Estamos en la Inglaterra de la postguerra y que una mujer deje a su marido y su aburguesada vida por un pilotucho egocéntrico e inmaduro no era para nada convencional. Como tampoco lo es Terence Davis y su cine. Davis es uno de los cineastas británicos más inconformistas, pero también más “clásicos” del panorama actual, con pocos pero escogidos títulos en su filmografía que gozan de un denominador común: todos sus filmes parecen bañados por un halo melancólico, por una pátina de tiempo y memoria.



 The Deep Blue Sea, basado en la obra teatral de Terence Rattigan y con un precedente cinematográfico con Vivien Leight bastante alejado del actual, no es un melodrama al uso. El melodrama de Davis se diluye en sus formas, pero su geografía nos recuerda irrevocablemente a grandes filmes como Breve Encuentro de David Lean. Y bien sabe Terence Davis, que una de las piezas claves del melodrama es hacer participar al espectador de los deseos desatados y dramáticos de una verdadera heroína, y es en Rachel Weisz, esa mujer de belleza y formas clásicas, donde encontramos a nuestra “drama queen”. Rachel es la adúltera Hester, una moderna Emma Bovary que se tira la manta a la cabeza y abandona todo por un amour fou, por la belleza y la pasión del nuevo y joven amor, un amor forjado entre el humo y los vapores del pub inglés, entre las canciones cantadas a coro, las húmedas callejuelas de Londres y su espesa niebla. Un amor bohemio, de alcoba y arrebato. Rachel es una persona que ama demasiado, se verá castigada y desplazada por ello, sin rumbo y en el lodo; vamos “between the devil and the deep blue sea”. 

La narración no lineal sigue los recovecos de la memoria, los recuerdos de su vida pasada, y el anhelo de lo que su amor pudo haber sido y no fue. Terence maneja con maestría la cámara, muchas veces estática, utilizando planos/contraplanos hieráticos como cuando se encuentra con su marido o enmarcando a los amantes en sombríos pubs de papel pintado. Estática incluso en la persecución de Hester en el metro y cómo la cámara, en su silencio, capta la angustia, la vulnerabilidad y el desamor en los ojos de Rachel Weisz. Otras veces el lenguaje es el movimiento de la cámara, como ésta recorre la fachada hasta la ventana y se pasea parsimoniosamente por el ritual suicida de Hester, como ese travelling lateral en el metro de Aldwych, o ese movimiento vaporoso y circular sobre los amantes desnudos en la cama. Y la música, no hay melodrama sin un buen musicón, un Concierto para violín de Samuel Barber, por ejemplo, encumbrando las escenas y dotando los silencios de Hester de un fluido diálogo interior.



Gran parte de la narración, como decíamos, se sitúa en interiores tanto físicos como espirituales. Es el interior de Hester, sus pensamientos y sus recuerdos, lo que vemos. Los pubs ingleses, con sus sucias moquetas y sus mohosas paredes, dan el contrapunto, junto con las canciones populares, a ese mundo interior de nuestra heroína. Es lo común lo que en cierta manera aúna a una ciudad, un país, que todavía arrastra los traumas de la guerra, una ciudad en ruinas, oscura y triste, que encuentra consuelo en las canciones populares cantadas a coro, como la maravillosa escena del metro y “Molly Malone”.  Hester, ajena, no comulga del todo con esta coralidad, imbuida como está en su propio torbellino de pasiones. De hecho, ella, como abanderada de la pasión y el amour fou (que tanto critica su flemática suegra) y su abrigo rojo destacan por sobre la paleta de colores apagada y sobria que tiene el filme.  Aunque Davis, sabio hombrecillo, parece hacer una radiografía de los diferentes tipos de amor: el pasional de Hester y Freddie, con sus dosis de histerismo y humillación, el del Sr. Collier (Simon Russell Beale) hacia su adúltera mujer, dañado pero incondicional, casi devoto, y el más emotivo y real, el de la casera y su enfermo esposo al que debe limpiarle el culo cada día. Eso es amor. 



The Deep Blue Sea se cierra en círculo, con un juego de ventanas que se abren y se cierran, primero para dar paso a la muerte, cerrarlas por un amor enfermo y moribundo. Y se abren al final para dar paso a la claridad del día, al nuevo amor, a la nueva ciudad y el nuevo espíritu que deberá renacer de las ruinas carbonizadas de un amor abrasador. 


También se puede leer este artículo en Fantastic Plastic Mag.

martes, 4 de septiembre de 2012

L'APOLLONIDE Bertrand Bonello (2011)


  


Walter Benjamín, habló en numerosos textos sobre la prostitución en las calles de París a principios de siglo, como producto y espejo de un incipiente capitalismo. La prostitución salió a las calles, cerrando burdeles y trayendo consigo el binomio inseparable de mujer/muerte con la sífilis y un sinfín de enfermedades venéreas. Las putas, en los pasajes cubiertos de París, se refugiaban de la lluvia pero también se confundían con otros productos que se mostraban en los escaparates. La prostitución se convirtió entonces en mercancía y en consumo de masas: el triunfo absoluto del capitalismo

L’Apollonide, de Bertrand Bonello, es el retrato de una maison close viviendo los días previos a su extinción. Un burdel de ambiente opresivo y claustrofóbico, cerrado a cal y canto, sin luz natural, forrado de abigarrado terciopelo y papel pintado. El filme, de carácter sinestésico, hace que percibamos el aire cargado de opiáceos, respiramos desde la sala de cine el aroma dulzón y espeso de perfume y sexo, oímos el frufrú del tatefán y el roce del corsé en la piel. En medio de esta atmósfera, como un bouquet de flores de plástico, aparecen ellas, un solo ente pero claramente diferenciadas entre sí. Bonello crea una composición caleidoscópica más que coral. Vemos fragmentos de ellas, donde cada retazo de vida nos transporta de chica en chica: de la joven de aspecto renoiresco a la italiana canalla, la carnal inaccesible o la mujer mutilada. Composición fragmentada también en su concepción temporal, escrita mediante saltos y flashbacks, como una ensoñación, como un juego de la memoria. De hecho, el tiempo juega también una parte importante en la concepción global del relato, ya que L’Apollonide puede considerarse una película actual, pero contextualizada en otro espacio temporal, un siglo atrás. Los vestidos, el local, los peinados, la vida cotidiana nos recuerdan que estamos en otra época, pero dista mucho de ser un film de “época” porque nos habla desde y para el presente. Quizás por ello no nos extrañe la utilización de música anacrónica, como la de Lee Moses o The Moody Blues con su “Nights of White Satin” para la escena más emotiva y dulce del film, así como su juego entre lo diegético y lo extradiegético.






La cámara, incómoda a la hora hacer travellings en espacios tan reducidos, prefiere los zooms, a lo Visconti, a hurtadillas por los pasillos, aproximándose a sus rostros, vivo retrato del ennuiEllas son las auténticas joyas que resaltan en la apagada paleta de granates y verdes absenta. De hecho la luz parece proceder de ellas mismas, la última prueba de vida en un mundo prácticamente muerto. Como uno de los clientes masculinos atina a decir : “Yo soy lo único vivo aquí”. Él, en representación de esa clientela masculina que pertenecía a una incipiente clase alta-media, enriquecidos gracias a los negocios y el comercio, serán, efectivamente, los que marcarán el espíritu del tiempo. Ellos dictan el son al que deben bailar las mujeres: las disfrazan de muñecas autómatas en un cliché muy hoffmaniano, de exóticas geishas, las bañan en champagne y las mutilan a su antojo. Poco a cambiado desde entonces, solo nos basta en abrir una de esas revistas “para mujeres”. Algunas, aún con esperanza de ser rescatadas por alguno de sus clientes habituales, en una suerte de “síndrome de Estocolmo”, verán frustrados sus sueños, ya que, recordemos, ellas son mera mercancía intercambiable. Y es que para alguna de las putas la enfermedad o la muerte “sería unas vacaciones”. 


  



















La mujer y la muerte, la mujer y la enfermedad que se expande, una sombra mortal que se desliza sigilosa como esa pantera que comparte el espacio con ellas. La plaga de la sífilis que asoló media Europa y reforzó para siempre el miedo a la mujer, el miedo al coño, se ve reflejada en la carnalidad de esas mujeres y en su desidia. La nueva carne, en una especie de cita cronenbergiana, se palpa en el rostro abierto de la Judía y en el magnifico sueño que parece sacado de una de las maquinaciones de Maldoror. Su sonrisa falsa, violentada y sus ojos llorando esperma es una de las imágenes más potentes y poéticas de todo el film.


 


El único momento del film en el que nos damos un respiro, como una especie de bocanada de aire fresco que tomamos antes de volver a sumergirnos en la atmósfera lisérgica de la casa, es durante la excursión al campo, donde la desnudez de las chicas ya no es sexual, no hay adornos ni disfraces. Incluso hay momentos para la improvisación, como el diálogo entre Clothilde y su tatuaje en la entre pierna. 


Luego volvemos y tenemos la sensación, como al comienzo del film, de que nos encontramos ante un tableaux vivant, o ante una representación teatral: las prostitutas son las actrices, las vemos interactuar en el camerino, como si de un backstage se tratara. Se disfrazan, se maquillan, salen a escena bajo las directrices de la madame, y representan una vida que no viven, pero que iluminan ya que como dice la joven sifilítica “si no ardemos, ¿quién iluminara esta oscuridad?. 



L’Apollonide termina con una coda en video que no hace más que bordar el discurso global del film. La Clothilde decimonónica podría ser perfectamente una Clothilde de extrarradio contemporánea, que jamás podrá pagar sus deudas. Nos dormimos en el S. XIX para despertarnos en el XXI. Bonello nos expulsa de la casa, cerrada para siempre, y nos sentimos aturdidos y desprotegidos en medio de la banlieue. Aquello que nos causaba claustrofobia y sofoco también nos amparaba, nos sentíamos protegidos entre los muros de terciopelo, bajo la luz y la música de la casa de tolerancia. Musik bitte.

miércoles, 8 de agosto de 2012

PROMETHEUS Ridley Scott (2012)



El verano es siempre momento de blockbusters, pero éste parece especialmente hecho para los blockbusters  así llamados “de autor”. Un consagrado Nolan y su Caballero Oscuro, el novato Webb y su personal Spiderman teenager y finalmente un veterano Ridley Scott  con la precuela de la franquicia que empezó hace 30 años con Alien.

 A Prometheus le antecedió una batería de productos promocionales y de marketing que nos mantuvo a todos en vilo, elevando las expectativas al máximo. El nombre de Scott retomando el título que fue un hito del cine de terror espacial era el principal reclamo. Más tarde vino un reparto de autentico lujo y un guionista, Damon Lindelof, cuya fama tras Lost le precedía.

Pero la traca que nos prometieron parecen ser un par de bengalas chuchurrías. Nada que reprochar a la elegantísima puesta en escena, con guiños kubriquianos. Una producción perfecta pero que no obstante dista de aquella sublime atmosfera, opresiva y claustrofóbica de la primera Alien. Y sí, aquí el error es mío, porque en este caso se debería abordar esta crítica con la mirada más puesta en el presente, ya que, después de 30 años, entiendo que Scott ha querido aproximarse a la génesis del xenomorfo desde una perspectiva totalmente renovada.



Pero, dejando a parte las destacables peculiaridades técnicas, aquí lo que hace aguas es el guión, rubricado junto con Jon Spaihts, por Damon Lindedof, uno de los guionistas más sobrevalorados de Hollywood.  Acostumbrados como estábamos a que en Lost nos diese gato por libre, en Prometheus más que en trucos de chistera, Lindelof cae en la incoherencia y en el “pincismo”, vamos, que está todo cogido por pinzas. Pinzas como las que sujeta la trama inicial en la que una importante corporación, Weyland, decide sufragar los multimillonarios gastos de una exploración espacial para seguir las teorías, no contrastadas, de un par de científicos que tras una serie de hallazgos en diferentes piezas de civilizaciones antiguas, deciden creer que los humanos hemos sido creados por unos seres superiores, llamados Ingenieros. Tomando estos hallazgos como una invitación,  emprenden su camino junto a un grupo de expertos de diferentes ámbitos hacia el planeta LV-223, donde hipotéticamente proviene la raza de los Ingenieros. La nave Prometheus es capitaneada por Janek (Idris Elba), pero realmente los pantalones los lleva una aséptica  y supérflua Meredith Vickers (Charlize Theron) y un androide, David (Michael Fassbender), de dicción y modales exquisitos que cuidará la nave durante los dos años de viaje crionizado de sus compañeros, como si de un Hal 9000 de carne y hueso se tratara. Aquí también, los intereses de la corporación están por encima de los individuales. Los científicos, como en otras ocasiones, no son más que instrumentos que no saben de la misa la mitad, pero en este caso, más pinzas, ¿cuáles son las razones?, ¿la obsesión de un anciano por conocer el sentido de la vida?, ¿llevar, como un nuevo prometeo, la tecnología extraterrestre para el bien de la humanidad? ¿y ya?. Hombre, no es moco de pavo, pero…¿ningún interés comercial o bélico?, ¿Are you sure?.


Por lo demás, como ya sabemos las cosas se empiezan a complicar en el planeta y empieza el desmadre y la cosa se anima con un par de escenas gore. Huevos con sustancias que provocan graves desórdenes, llegando a revivir a los muertos (¿estamos hablando de zombies?), reptiles extraterrestres penetrando en la carne humana, embarazos alienígenas no deseados que provocaran la cesárea más brutal de la historia del cine, con una impagable Noomi Rapace que, a pesar de los puntos de sutura, dará lo mejor de sí, tanto como personaje como actriz y melodrama, mucho melodrama.

Pero si hay algo que realmente decepciona  es la construcción de los personajes, de todos; no están definidos, sus reacciones parecen injustificadas y muchas veces carentes de sentido. Charlize Theron no aporta nada con su excesiva frialdad y falsa malevolencia. Sigo sin entender la necesidad de disfrazar a Guy Pearce de viejo, a no ser que sea para justificar uno de los virales promocionales, así como tampoco entiendo la alegría con la que se enfrentan al final de su vida algunos personajes (“Vamos a morir. ¡Sin manos!. WTF!). Y sobre todo, super pinzas, no entiendo la necesidad de algunos personajes que solo subrayan la incoherencia y el enrevesamiento de un guión que pierde aceite por todos los lados, dícese del geólogo super-bueno-en-lo-suyo pero punky al que, tras un ataque de pánico, se pierde, (¡se pierde un geólogo!), o el botánico miedica que trata de acariciar una serpiente alienígena como un gatete, y que tras ser penetrado oralmente por ella, no volvemos a saber nada más, ni de él, ni del reptil, ni si sale el alien, o deja de salir.


 No obstante, Michael Fassbender en el papel de ambiguo androide fan de Lawrence de Arabia tiene la capacidad de hacernos reír con sus excelentes modales y de ponernos muy nerviosos con su carencia de humanidad que paradójicamente le hace extremadamente humano. No es baladí, que su personaje a seguir sea un excéntrico manipulador atrapado entre dos culturas como Lawrence. David, como los gallegos, nunca sabes si va o vuelve, y será el único que rectificará los pasos en pro del bien común.
Así que, Ridley, de verdad, con lo que tú eras, ¿en qué estabas pensando cuando te pasaron el guión? Y sobre todo, ¿no te fijaste en lo mucho que se parecía Logan Marshall-Green a Tom Hardy?. Eso sí, la Fox ya busca guionista para la segunda parte…

THE AMAZING SPIDERMAN Marc Webb (2012)




Desde que vi las primeras imágenes y teasers que aparecieron de The Amazing Spiderman no me entusiasmé demasiado por este reboot del super héroe  trepamuros, debido en primer lugar a la proximidad de la primera versión cinematográfica llevada a la pantalla magistralmente (aunque al principio hubieron sus dudas) por el maestro Sam Raimi. En segundo lugar, porque las imágenes en cuenta gotas que nos suministraban desde el departamento de marketing que mostraban a Andrew “cara somnolienta” Garfield  me desanimaban. Parecía que más que lucir las mallas de un superhéroe llevara su pijamita de Spiderman listo para ir a la cama.

Marc Webb
, consciente de que apenas hace 10 años de la primera película de Raimi, se aleja del Peter Parker nerd encarnado por Tobey Maguire y lo sitúa en el instituto, donde Peter es un loser introspectivo con skater. Además, hace una inclusión que antes no se había tenido en cuenta y que puede tener su jugo para futuras secuelas: la historia de los padres de spidey. The Amazing Spiderman empieza de hecho poniendo sobre la mesa la relación de sus padres con su próxima pero fortuita conversión en hombre araña, debido a las investigaciones que llevaron durante toda su vida entorno a la hibridación de especies.


El Amazing Spiderman de Webb oscila entre diversos géneros : ciencia ficción, aventuras, terror y comedia romántica. De hecho destacaría este último género, que es lo que la diferencia en mayor medida de sus antecesoras, quizás por el background de Webb cuyo primer film , 500 días juntos se convirtió en el hito Indie romántico de la temporada. Las escenas íntimas que protagonizan Garfield y Stone son frescas y naturales. No obstante uno tiene que hacer un ejercicio profundo de suspensión de la credibilidad para tragarse que Emma Stone (Gwen Stacy) tiene 17 años, y que además de sacar notables en el insti  creernos que en sus ratos libres se dedica a preparar antídotos anti-reptilianos en una de las corporaciones científicas más importantes de NY. Y hablando de credibilidad, sorprende las veces en la que este Spiderman revela su identidad secreta, saltando así por los aires la dualidad esquizofrénica de todo superhéroe: el chico normal de día y vengador enmascarado de noche. Peter le dice sin más a su novia Gwen que es el colgado en mallas que pulula por los rascacielos sin escapársele a ésta ni un suspiro. Lo mismo con su padre.  No duda en ponerse a luchar en medio de su instituto o de quitarse la máscara para insuflar valor al pobre crío atrapado en el coche a punto de caer en el vacío. En parte pone en relevancia que es solo un tío normal con máscara, que todos pueden ser héroes (como los obreros, los policías o el propio niño) pero por otro lado, es un pilar fundamental de todo superhéroe debatirse y a veces atormentarse por mantener esa doble personalidad, que en el fondo no es más que la búsqueda de uno mismo. Y en este caso, esta búsqueda, esos cambios tanto físicos como espirituales son obvios cuando hablamos de un adolescente que busca su lugar en el mundo con el mantra interno del “quien soy”.



La némesis de Spiderman, en esta ocasión es un “mad doctor”, el Dr. Curt Connors, encarnado por Rhys Ifans que se convierte en  lagarto gigante con malas pulgas En general un malo sin mucha sustancia, anodino y fácil de matar, más interesante por su relación con los padres de Peter que como malo en sí.

Martin Sheen, haciendo de mítico Uncle Ben, lanza sus peroratas morales al desorientado Peter, omitiendo la sentencia mágica de las pelis de Raimi y protagonizando una triste (como siempre) pero artificiosa muerte que llevará a Peter a convertirse en Spidey.
En general, The Amazing Spiderman está falta de una atmósfera definida y concreta y en parte la música de James Horner no ayuda. Le falta intensidad y hay momentos tan didascálicos (sonido de una arpa cuando se besan en la azotea) que da risa. Cierto es que  Webb aporta mayor realismo a la franquicia: Spiderman sufre y se magulla, hay  sangre y lágrimas . La película está carente de ese tono plástico e irónico de las anteriores y los actores son los principales responsables de esto, para bien. Me sorprendió Andrew Garfield, en el que tan poco confié en un principio, dotando al personaje  y a su relación con Gwen de verísmo teen y frescura.  Aún así nos falta perspectiva para poder comparar con fundamento la saga Raiminiana de esta nueva intrusión en la vida del superhéroe más campechano.

miércoles, 11 de abril de 2012

"TAKE SHELTER" Jeff Nichols (2011)


El auge de las películas (pre- y post) apocalípticas y catastróficas, sumado a las noticias diarias  cada vez más espeluznantes (esto suena muy  Piqueras), hace pensar a uno que el Fin está cerca. Agoreros de todo tipo vienen anunciándolo año sí, año no, alegando cualquier tipo de excusa: desde el calendario Maya, al cambio climático pasando por aquel hito noventero del “efecto 2000”. Tantas veces se ha repetido, que ya  no nos lo creemos, o casi. Jeff Nichols, jovenzuelo poco conocido en nuestro país pero con un fabuloso film de debut (Shortgun Stories),  elabora un film catastrofista más metafísico, más íntimo (en la estela de The Road) que nos plantea la duda de si creer o no las alucinaciones proféticas de Curtis LaForche (Michael Shannon), un obrero de la rural Ohio, casado con su bella y devota esposa Sam (Jessica Chastain) y padre de una niña sorda a la que adora.


Curtis empieza a tener pesadillas que se convierten en alucinaciones, donde la acción siempre empieza con el estallido de una tormenta. Sucesivamente, aparecerán en sus sueños seres cercanos o sombras fugitivas desconocidas ambas con malvadas intenciones. Cuando los sueños  y las visiones de una gran tormenta se vuelven más intensas, Curtis se pregunta si, como su madre, estará sufriendo algún tipo de trastorno psicótico o bien se encuentra en la antesala de un brote esquizofrénico. Mientras tanto, ante los incrédulos ojos de su mujer y amigos, se obsesionará, hasta el punto de hipotecar su vivienda y la salud de su hija, en la construcción de un refugio contra tornados en su mismo jardín. A medida que los ataques y las alucinaciones aumentan el refugio se convertirá en su única manera de controlar su miedo, cuando en realidad, será más bien una inmersión hacia lo profundo de sus terrores. Un espacio de reclusión, donde la luz de la verdad parece no llegar.
Michael Shannon en la piel de Curtis, logra transmitir el descenso sin frenos, literal y metafórico, hacia lo que parece ser una locura incipiente con una interpretación cargada de matices y momentos eléctricos de gran tensión y dramatismo. Una terrible tormenta está apunto de llegar, repite, fuera de sí delante de todo el pueblo, como una Cassandra contemporánea. Nadie le cree y nadie parece poder ayudarlo, excepto Sam, que se fuerza en comprender e interpretar lo que le está sucediendo a su marido. ¿Está realmente enloqueciendo  como su madre o se trata de un padre sobreprotector, un amante de su familia?


A caballo entre el terror psicológico y una película de aires “terrencemalicknescos”, con escenas del cielo tormentoso, el vuelo caótico y desorientado de los pájaros, la lluvia en los campos y otras escenas cotidianas del día a día de una familia trabajadora en Ohio, Nichols retrata la ira y la angustia que generan señales que son malinterpretadas por los otros y por uno mismo. Enlazando con la introducción sobre el Apocalipsis se nos plantea la pregunta de cómo encauzamos la ira, el miedo y la tendencia de autodestrucción de nuestra civilización: ¿qué lectura hacer de todos los datos catastrofistas, las noticias de guerra, caos, destrucción, etc?, ¿cómo interpretarlos? ¿es la poética de la humanidad?, ¿las civilizaciones tienen sus ciclos?, ¿o todo va a pegar un pepinazo que aquí paz y después gloria? y, si lo decimos en voz alta,¿es que somos unos paranoicos y estamos overreacting un poquín?.


Curtis, interpreta estas señales, sus sueños de la mortífera tormenta que acabará con todo,como locura que le llevará a la enconada oscuridad de su refugio, donde quizás allí, bajo tierra no se vea atacado por sus pesadillas, y nos preguntamos, en una de las secuencias más angustiosas de la película, si saldrá a la luz, si emergerá de su encierro. “Take Shelter” nos plantea muchas preguntas en uno de los finales que me temo será de los más discutidos de la temporada, pero hasta aquí puedo leer.

Este artículo puede leerse también en Fantastic Plastic Magazine