martes, 4 de septiembre de 2012

L'APOLLONIDE Bertrand Bonello (2011)


  


Walter Benjamín, habló en numerosos textos sobre la prostitución en las calles de París a principios de siglo, como producto y espejo de un incipiente capitalismo. La prostitución salió a las calles, cerrando burdeles y trayendo consigo el binomio inseparable de mujer/muerte con la sífilis y un sinfín de enfermedades venéreas. Las putas, en los pasajes cubiertos de París, se refugiaban de la lluvia pero también se confundían con otros productos que se mostraban en los escaparates. La prostitución se convirtió entonces en mercancía y en consumo de masas: el triunfo absoluto del capitalismo

L’Apollonide, de Bertrand Bonello, es el retrato de una maison close viviendo los días previos a su extinción. Un burdel de ambiente opresivo y claustrofóbico, cerrado a cal y canto, sin luz natural, forrado de abigarrado terciopelo y papel pintado. El filme, de carácter sinestésico, hace que percibamos el aire cargado de opiáceos, respiramos desde la sala de cine el aroma dulzón y espeso de perfume y sexo, oímos el frufrú del tatefán y el roce del corsé en la piel. En medio de esta atmósfera, como un bouquet de flores de plástico, aparecen ellas, un solo ente pero claramente diferenciadas entre sí. Bonello crea una composición caleidoscópica más que coral. Vemos fragmentos de ellas, donde cada retazo de vida nos transporta de chica en chica: de la joven de aspecto renoiresco a la italiana canalla, la carnal inaccesible o la mujer mutilada. Composición fragmentada también en su concepción temporal, escrita mediante saltos y flashbacks, como una ensoñación, como un juego de la memoria. De hecho, el tiempo juega también una parte importante en la concepción global del relato, ya que L’Apollonide puede considerarse una película actual, pero contextualizada en otro espacio temporal, un siglo atrás. Los vestidos, el local, los peinados, la vida cotidiana nos recuerdan que estamos en otra época, pero dista mucho de ser un film de “época” porque nos habla desde y para el presente. Quizás por ello no nos extrañe la utilización de música anacrónica, como la de Lee Moses o The Moody Blues con su “Nights of White Satin” para la escena más emotiva y dulce del film, así como su juego entre lo diegético y lo extradiegético.






La cámara, incómoda a la hora hacer travellings en espacios tan reducidos, prefiere los zooms, a lo Visconti, a hurtadillas por los pasillos, aproximándose a sus rostros, vivo retrato del ennuiEllas son las auténticas joyas que resaltan en la apagada paleta de granates y verdes absenta. De hecho la luz parece proceder de ellas mismas, la última prueba de vida en un mundo prácticamente muerto. Como uno de los clientes masculinos atina a decir : “Yo soy lo único vivo aquí”. Él, en representación de esa clientela masculina que pertenecía a una incipiente clase alta-media, enriquecidos gracias a los negocios y el comercio, serán, efectivamente, los que marcarán el espíritu del tiempo. Ellos dictan el son al que deben bailar las mujeres: las disfrazan de muñecas autómatas en un cliché muy hoffmaniano, de exóticas geishas, las bañan en champagne y las mutilan a su antojo. Poco a cambiado desde entonces, solo nos basta en abrir una de esas revistas “para mujeres”. Algunas, aún con esperanza de ser rescatadas por alguno de sus clientes habituales, en una suerte de “síndrome de Estocolmo”, verán frustrados sus sueños, ya que, recordemos, ellas son mera mercancía intercambiable. Y es que para alguna de las putas la enfermedad o la muerte “sería unas vacaciones”. 


  



















La mujer y la muerte, la mujer y la enfermedad que se expande, una sombra mortal que se desliza sigilosa como esa pantera que comparte el espacio con ellas. La plaga de la sífilis que asoló media Europa y reforzó para siempre el miedo a la mujer, el miedo al coño, se ve reflejada en la carnalidad de esas mujeres y en su desidia. La nueva carne, en una especie de cita cronenbergiana, se palpa en el rostro abierto de la Judía y en el magnifico sueño que parece sacado de una de las maquinaciones de Maldoror. Su sonrisa falsa, violentada y sus ojos llorando esperma es una de las imágenes más potentes y poéticas de todo el film.


 


El único momento del film en el que nos damos un respiro, como una especie de bocanada de aire fresco que tomamos antes de volver a sumergirnos en la atmósfera lisérgica de la casa, es durante la excursión al campo, donde la desnudez de las chicas ya no es sexual, no hay adornos ni disfraces. Incluso hay momentos para la improvisación, como el diálogo entre Clothilde y su tatuaje en la entre pierna. 


Luego volvemos y tenemos la sensación, como al comienzo del film, de que nos encontramos ante un tableaux vivant, o ante una representación teatral: las prostitutas son las actrices, las vemos interactuar en el camerino, como si de un backstage se tratara. Se disfrazan, se maquillan, salen a escena bajo las directrices de la madame, y representan una vida que no viven, pero que iluminan ya que como dice la joven sifilítica “si no ardemos, ¿quién iluminara esta oscuridad?. 



L’Apollonide termina con una coda en video que no hace más que bordar el discurso global del film. La Clothilde decimonónica podría ser perfectamente una Clothilde de extrarradio contemporánea, que jamás podrá pagar sus deudas. Nos dormimos en el S. XIX para despertarnos en el XXI. Bonello nos expulsa de la casa, cerrada para siempre, y nos sentimos aturdidos y desprotegidos en medio de la banlieue. Aquello que nos causaba claustrofobia y sofoco también nos amparaba, nos sentíamos protegidos entre los muros de terciopelo, bajo la luz y la música de la casa de tolerancia. Musik bitte.

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