viernes, 14 de septiembre de 2012

THE DEEP BLUE SEA Terence Davis (2011)





Hester (Rachel Weisz) cierra las ventanas de su cuarto y prepara minuciosamente su ritual de suicidio tras escribir una carta a su amante Freddie (Tom Hiddleston) creyéndose abandonada. Hester ama con todas sus fuerzas a Freddie por el que ha dejado atrás su acomodada vida y a su marido, un reputado juez, aburrido y convencional, para fugarse y vivir su amor en un pequeño cuartucho alquilado. Estamos en la Inglaterra de la postguerra y que una mujer deje a su marido y su aburguesada vida por un pilotucho egocéntrico e inmaduro no era para nada convencional. Como tampoco lo es Terence Davis y su cine. Davis es uno de los cineastas británicos más inconformistas, pero también más “clásicos” del panorama actual, con pocos pero escogidos títulos en su filmografía que gozan de un denominador común: todos sus filmes parecen bañados por un halo melancólico, por una pátina de tiempo y memoria.



 The Deep Blue Sea, basado en la obra teatral de Terence Rattigan y con un precedente cinematográfico con Vivien Leight bastante alejado del actual, no es un melodrama al uso. El melodrama de Davis se diluye en sus formas, pero su geografía nos recuerda irrevocablemente a grandes filmes como Breve Encuentro de David Lean. Y bien sabe Terence Davis, que una de las piezas claves del melodrama es hacer participar al espectador de los deseos desatados y dramáticos de una verdadera heroína, y es en Rachel Weisz, esa mujer de belleza y formas clásicas, donde encontramos a nuestra “drama queen”. Rachel es la adúltera Hester, una moderna Emma Bovary que se tira la manta a la cabeza y abandona todo por un amour fou, por la belleza y la pasión del nuevo y joven amor, un amor forjado entre el humo y los vapores del pub inglés, entre las canciones cantadas a coro, las húmedas callejuelas de Londres y su espesa niebla. Un amor bohemio, de alcoba y arrebato. Rachel es una persona que ama demasiado, se verá castigada y desplazada por ello, sin rumbo y en el lodo; vamos “between the devil and the deep blue sea”. 

La narración no lineal sigue los recovecos de la memoria, los recuerdos de su vida pasada, y el anhelo de lo que su amor pudo haber sido y no fue. Terence maneja con maestría la cámara, muchas veces estática, utilizando planos/contraplanos hieráticos como cuando se encuentra con su marido o enmarcando a los amantes en sombríos pubs de papel pintado. Estática incluso en la persecución de Hester en el metro y cómo la cámara, en su silencio, capta la angustia, la vulnerabilidad y el desamor en los ojos de Rachel Weisz. Otras veces el lenguaje es el movimiento de la cámara, como ésta recorre la fachada hasta la ventana y se pasea parsimoniosamente por el ritual suicida de Hester, como ese travelling lateral en el metro de Aldwych, o ese movimiento vaporoso y circular sobre los amantes desnudos en la cama. Y la música, no hay melodrama sin un buen musicón, un Concierto para violín de Samuel Barber, por ejemplo, encumbrando las escenas y dotando los silencios de Hester de un fluido diálogo interior.



Gran parte de la narración, como decíamos, se sitúa en interiores tanto físicos como espirituales. Es el interior de Hester, sus pensamientos y sus recuerdos, lo que vemos. Los pubs ingleses, con sus sucias moquetas y sus mohosas paredes, dan el contrapunto, junto con las canciones populares, a ese mundo interior de nuestra heroína. Es lo común lo que en cierta manera aúna a una ciudad, un país, que todavía arrastra los traumas de la guerra, una ciudad en ruinas, oscura y triste, que encuentra consuelo en las canciones populares cantadas a coro, como la maravillosa escena del metro y “Molly Malone”.  Hester, ajena, no comulga del todo con esta coralidad, imbuida como está en su propio torbellino de pasiones. De hecho, ella, como abanderada de la pasión y el amour fou (que tanto critica su flemática suegra) y su abrigo rojo destacan por sobre la paleta de colores apagada y sobria que tiene el filme.  Aunque Davis, sabio hombrecillo, parece hacer una radiografía de los diferentes tipos de amor: el pasional de Hester y Freddie, con sus dosis de histerismo y humillación, el del Sr. Collier (Simon Russell Beale) hacia su adúltera mujer, dañado pero incondicional, casi devoto, y el más emotivo y real, el de la casera y su enfermo esposo al que debe limpiarle el culo cada día. Eso es amor. 



The Deep Blue Sea se cierra en círculo, con un juego de ventanas que se abren y se cierran, primero para dar paso a la muerte, cerrarlas por un amor enfermo y moribundo. Y se abren al final para dar paso a la claridad del día, al nuevo amor, a la nueva ciudad y el nuevo espíritu que deberá renacer de las ruinas carbonizadas de un amor abrasador. 


También se puede leer este artículo en Fantastic Plastic Mag.

martes, 4 de septiembre de 2012

L'APOLLONIDE Bertrand Bonello (2011)


  


Walter Benjamín, habló en numerosos textos sobre la prostitución en las calles de París a principios de siglo, como producto y espejo de un incipiente capitalismo. La prostitución salió a las calles, cerrando burdeles y trayendo consigo el binomio inseparable de mujer/muerte con la sífilis y un sinfín de enfermedades venéreas. Las putas, en los pasajes cubiertos de París, se refugiaban de la lluvia pero también se confundían con otros productos que se mostraban en los escaparates. La prostitución se convirtió entonces en mercancía y en consumo de masas: el triunfo absoluto del capitalismo

L’Apollonide, de Bertrand Bonello, es el retrato de una maison close viviendo los días previos a su extinción. Un burdel de ambiente opresivo y claustrofóbico, cerrado a cal y canto, sin luz natural, forrado de abigarrado terciopelo y papel pintado. El filme, de carácter sinestésico, hace que percibamos el aire cargado de opiáceos, respiramos desde la sala de cine el aroma dulzón y espeso de perfume y sexo, oímos el frufrú del tatefán y el roce del corsé en la piel. En medio de esta atmósfera, como un bouquet de flores de plástico, aparecen ellas, un solo ente pero claramente diferenciadas entre sí. Bonello crea una composición caleidoscópica más que coral. Vemos fragmentos de ellas, donde cada retazo de vida nos transporta de chica en chica: de la joven de aspecto renoiresco a la italiana canalla, la carnal inaccesible o la mujer mutilada. Composición fragmentada también en su concepción temporal, escrita mediante saltos y flashbacks, como una ensoñación, como un juego de la memoria. De hecho, el tiempo juega también una parte importante en la concepción global del relato, ya que L’Apollonide puede considerarse una película actual, pero contextualizada en otro espacio temporal, un siglo atrás. Los vestidos, el local, los peinados, la vida cotidiana nos recuerdan que estamos en otra época, pero dista mucho de ser un film de “época” porque nos habla desde y para el presente. Quizás por ello no nos extrañe la utilización de música anacrónica, como la de Lee Moses o The Moody Blues con su “Nights of White Satin” para la escena más emotiva y dulce del film, así como su juego entre lo diegético y lo extradiegético.






La cámara, incómoda a la hora hacer travellings en espacios tan reducidos, prefiere los zooms, a lo Visconti, a hurtadillas por los pasillos, aproximándose a sus rostros, vivo retrato del ennuiEllas son las auténticas joyas que resaltan en la apagada paleta de granates y verdes absenta. De hecho la luz parece proceder de ellas mismas, la última prueba de vida en un mundo prácticamente muerto. Como uno de los clientes masculinos atina a decir : “Yo soy lo único vivo aquí”. Él, en representación de esa clientela masculina que pertenecía a una incipiente clase alta-media, enriquecidos gracias a los negocios y el comercio, serán, efectivamente, los que marcarán el espíritu del tiempo. Ellos dictan el son al que deben bailar las mujeres: las disfrazan de muñecas autómatas en un cliché muy hoffmaniano, de exóticas geishas, las bañan en champagne y las mutilan a su antojo. Poco a cambiado desde entonces, solo nos basta en abrir una de esas revistas “para mujeres”. Algunas, aún con esperanza de ser rescatadas por alguno de sus clientes habituales, en una suerte de “síndrome de Estocolmo”, verán frustrados sus sueños, ya que, recordemos, ellas son mera mercancía intercambiable. Y es que para alguna de las putas la enfermedad o la muerte “sería unas vacaciones”. 


  



















La mujer y la muerte, la mujer y la enfermedad que se expande, una sombra mortal que se desliza sigilosa como esa pantera que comparte el espacio con ellas. La plaga de la sífilis que asoló media Europa y reforzó para siempre el miedo a la mujer, el miedo al coño, se ve reflejada en la carnalidad de esas mujeres y en su desidia. La nueva carne, en una especie de cita cronenbergiana, se palpa en el rostro abierto de la Judía y en el magnifico sueño que parece sacado de una de las maquinaciones de Maldoror. Su sonrisa falsa, violentada y sus ojos llorando esperma es una de las imágenes más potentes y poéticas de todo el film.


 


El único momento del film en el que nos damos un respiro, como una especie de bocanada de aire fresco que tomamos antes de volver a sumergirnos en la atmósfera lisérgica de la casa, es durante la excursión al campo, donde la desnudez de las chicas ya no es sexual, no hay adornos ni disfraces. Incluso hay momentos para la improvisación, como el diálogo entre Clothilde y su tatuaje en la entre pierna. 


Luego volvemos y tenemos la sensación, como al comienzo del film, de que nos encontramos ante un tableaux vivant, o ante una representación teatral: las prostitutas son las actrices, las vemos interactuar en el camerino, como si de un backstage se tratara. Se disfrazan, se maquillan, salen a escena bajo las directrices de la madame, y representan una vida que no viven, pero que iluminan ya que como dice la joven sifilítica “si no ardemos, ¿quién iluminara esta oscuridad?. 



L’Apollonide termina con una coda en video que no hace más que bordar el discurso global del film. La Clothilde decimonónica podría ser perfectamente una Clothilde de extrarradio contemporánea, que jamás podrá pagar sus deudas. Nos dormimos en el S. XIX para despertarnos en el XXI. Bonello nos expulsa de la casa, cerrada para siempre, y nos sentimos aturdidos y desprotegidos en medio de la banlieue. Aquello que nos causaba claustrofobia y sofoco también nos amparaba, nos sentíamos protegidos entre los muros de terciopelo, bajo la luz y la música de la casa de tolerancia. Musik bitte.